Ballena saltando en el Canal Lemaire, península antártica. (Foto: Alfredo Merino).
26 de marzo 2008 (Estrecho Gerlache).- 'Este es mi lugar preferido de la Antártida, sentiros afortunados y apurar al máximo las sensaciones', Robert Swan, el último explorador se dirigió emocionado a los integrantes de la Expedición Internacional Inspire Antarctic, de Coca-Cola, desde lo alto de la colina de Dorian Bay. Alrededor de nosotros un paisaje de montañas emergentes. Blancos fantasmas helados que definen el horizonte. De regreso al barco, no escuchamos más que el ruido del viento al resbalar sobre la nieve.
De la inmensidad antártica, es su península la parte más hermosa. Una sucesión de fiordos, bahías y afiladas cordilleras que convierten su geografía en un asunto de locos. Y dentro de la península, el tramo comprendido entre los 65º y 64º es el no va más. Aquí se extiende los estrechos de Biskmach y Gerlache, un amplio brazo de mar entre las islas de Amberes y Brabante y la península. Al capitán Jorge Aldegheri le gusta cruzar estos mares escuchando a Brahms y a Beethoven. Navegando al amanecer por un mal calmo cuajado de icebergs con semejante banda sonora es medicina para el espíritu. Por insensible que uno sea y por poco que le importe la naturaleza, si conoce este territorio, tarde o temprano sentirá en su interior la llamada del mundo salvaje.
Rumbo sur, el Ushuaia ha surcado los canales Peltier y Lemaire. Me impresionan tanto, que nunca podré olvidarlos. Ambos canales son tan estrechos que en ocasiones el barco pasa a menos de 20 metros de la pared de hielo. Acongojados en el puente de mando, ante nosotros desfila la tierra tal y como fue creado. Esto es el mundo contado por sí mismo. Lo ha conservado para nosotros la nevera de la Antártida. Una pared de hielo que se prolonga hacia el cielo, formando montañas afiladas con paredes y aristas de cuatrocientos o más metros. Entre los lienzos de rocas, estrechos y verticales glaciares que caen a pico hacia el agua.
No hay en el mundo unas lenguas de hielo tan empinadas. Alcanzan la vertical y en equilibrio inestable, se mantienen las millones de toneladas que pesan su masa helada. El frío que aquí reina todo el año, impide el menor deshielo como ocurre en otras regiones del mundo, Alpes o Himalaya, por ejemplo. Ese deshielo hace que se cree una capa de agua entre el hielo y la roca, favoreciendo el deslizamiento por la gravedad. Aquí no existe ese deshielo y, por tanto, los glaciares se pegan a las rocas verticales.
El Ushuaia marcha despacio, casi parado. Hay tantos icebergs a la deriva, que toda precaución es poca. Los hay grandes como montañas, otros solo son del tamaño de una casa de cuatro o cinco alturas, pero los peores, los que no admiten bromas son los gruñones. Me lo cuenta el capitán Aldegheri. Los marinos antárticos así conocen a los icebergs de talla mediana, entre 5 y 9 o diez metros. Tienen tal nombre por el inconfundible ruido que hacen cuando rozan el barco.
'Esos no se ven, sobre todo durante la navegación nocturna. El radar hace que a veces los confundas con olas, y hay que encender el foco y aminorar la marcha'. Uno de esos gruñones fue el que impacto este pasado verano austral al Explorer, el crucero turístico que chocó con uno de estos icebergs de menos de diez metros, hundiéndose en menos de dos horas.
Y esto me lo cuenta en el final del Lemaire, allí donde casi se tocan las montañas de sus lados y el mar aparece cuajado de bloques de hielo. Al final, la maestría de este lobo de mar nos hizo pasar el trance sin problemas. Ya no esperábamos nada, cuando un estrépito surgió de las aguas al lado de nuestro barco. Una masa oscura que tras dar un salto gigante, golpeó con sus espaldas en la superficie. Era una ballena minke, mostrando su irrefrenable alegría con media docena de saltos.
De vuelta hacia el norte, hemos visto la vida desbordante del antártico. Las golondrinas de mar, apurando sus últimos veranos australes, antes de empezar su interminable periplo que les llevará al Círculo Polar Ártico. Skuas curiosas y descaradas, colgándose del aire a escasos metros de nuestras zodiak. Focas leopardos y de Wedell, con su siesta despreocupada sobre los bloques de hielo a la deriva. Familias de orcas en sus singladuras incansables. E incontables bandadas de pingüinos gentú, barbijos y de Adelie con saltando fuera del agua.
La caída de la tarde nos ha llegado en bahía Paradise. Su belleza ha hecho detenerse al barco y suspender la cena, para que todo el pasaje salga a cubierta para admirarse ante la despedida del sol.
Alfredo Merino
El mundo.es
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