El espectáculo de la soledad
Uno de los lugares menos poblados del mundo, con anonadantes decorados y horizontes hipnóticos. Se dice que es patria de hielos y viento, pero hay también una Patagonia selvática, empapada y espesa
Viajar por Patagonia es sentirse como los pioneros que arribaron a esta parte olvidada de la Tierra. Todavía hay algún tendero que bajo el mostrador deja bien visible un revólver por si a alguien se le ocurriese la peregrina idea de irse sin pagar, como en el Viejo Oeste, de donde algunos de sus más conocidos forajidos llegaron acá para despedirse de su altanero pasado con este sinfín de horizontes patagónicos. Quizá ese tendero que sorbe mate las 24 horas del día sea descendiente de un pistolero del XIX y ahora lo más que dispara es café y una viandas para el viajero, al que llena el depósito del coche, tras avisarle de que el próximo repostaje se halla a cientos de kilómetros.
La Patagonia es uno de los lugares menos poblados del mundo, donde la paciencia es la mejor acompañante para la infinita soledad de las travesías por paisajes sobrecogedores. En cualquier punto puede arrancar el viaje por estas tierras inabarcables. Aunque las entradas más comunes son Bariloche, Calafate y Ushuaia, los tres principales aeropuertos de la zona. Si se tiene tiempo, Bariloche sería una buena opción para ir desprendiéndose -según se va al sur- de las comodidades de la metrópoli. Con un paisaje límpido, horadado por idílicos lagos y montañas con nieves perpetuas, se ha convertido en destino del turismo de nieve de las clases más pudientes de Sudamérica.
Bien es verdad que a Patagonia se la relaciona siempre con el hielo, el viento, los paisajes desérticos... pero hay también una Patagonia verde, selvática, empapada, espesa. La cordillera de los Andes parte de norte a sur esta zona, encajonando en el lado chileno las cargadas borrascas del Pacífico, que vacían sus entrañas sobre las laderas, tapizándolas de exuberantes bosques. Precisamente son los árboles una de las características del paisaje patagónico. Pero no siempre por su frondoso vigor. La llegada del hombre blanco con miles de cabezas de ganado provocó la quema indiscriminada -se habla de incendios que duraron años- de millones de árboles, que aún hoy dan testimonios pétreo de su vigoroso pasado. Impresiona ver miles de troncos todavía orgullosos en su verticalidad intentando que el sol caliente sus calcinadas ramas, configurando un estampa de dramática belleza.
Y es precisamente en la vertiente chilena donde se encuentra uno de los parques nacionales más imponentes del mundo. El de las Torres del Paine, horadado por milenarios glaciares. El paso del tiempo y el abrasador abrazo del hielo han dejando a la vista sus caprichosos Cuernos, formados por diferentes colores según los sedimentos que los levantan. A sus pies, varios lagos extienden sus aguas turquesas para que estas insolentes cimas admiren su caprichosos perfiles. Despertarse al borde de la orilla del lago Pehoé con los Cuernos del Paine encendidos por el amanecer es seguir soñando. Y para continuar embelesado, nada mejor que ir a la laguna Grey. De obligado peregrinaje, su playa de cantos rodados recibe ya humildes los témpanos del glaciar Grey, que se vislumbra el fondo. Desde la orilla, lo mejor es meditar sobre la soberbia humana mientras los icebergs se resisten a desaparecer tras cientos y cientos de años de helada existencia. Antes de continuar la senda patagónica, una de las caminatas más exigentes: las Torres del Paine, ocho horas de subidas y bajadas para llegar al paisaje alpino desolado de las columnas graníticas.
Tras dejar atrás el parque de las Torres del Paine, con sus confiados guanacos -rumiante de la familia de las llamas-, el viajero se reencuentra con la estepa. Inconmensurable, el trayecto se convierte en un viaje interior para el aventurero, que no puede abstraerse del horizonte hipnótico y dejarse embaucar por las historias de los exploradores que llegaron a estas latitudes sabiendo que no regresarían siendo los mismos que partieron de sus casas. Donde mejor se encarna ese profundo sentir es en algunas de las fincas en torno al Parque de Perito Moreno (Argentina), cuyas 115.000 hectáreas reciben una media de seis visitantes al día. Con el lago Belgrano como epicentro, el parque es representación fidedigna del paisaje lacustre y montañoso de la Patagonia, donde una tormenta puede dejar intransitables los caminos de tierra durante días y cuyos inviernos dejan aislados durante tres meses a los pocos ganaderos que habitan estas tierras del cóndor.
El núcleo duro de la Patagonia es el formado por Chalten y Calafate. Los glaciares y las cumbres más visitadas. El Chalten es un poblado, creado en 1985, de unas decenas de casas que viven de los excursionistas que acuden a recorrer los senderos que les llevan al Cerro Torre y al Fitz Roy, dos cumbres míticas para escaladores. En medio de estas dos impresionantes agujas, el Chalten ofrece una amplia oferta de albergues para los turistas, que suelen hacer básicamente dos excursiones irrenunciables: a la Laguna Torre, para contemplar la afinadísima aguja del Cerro Torre, cuatro horas de caminata. La segunda a la base del Cerro Fitz Roy -nombre del capitán del «Beagle» donde viajó Darwin, aunque en lengua aborigen Chalten es «la montaña que humea»- que exige un día de caminata para reconfortarse por el esfuerzo con el glaciar Piedras Blancas.
Y camino ya de Tierra del Fuego, el fin del mundo, no se pierda tampoco El Calafate, a donde llegan miles de visitantes para disfrutar del glaciar Perito Moreno, uno de los pocos que aún no está en retroceso. Quizá lo que más impresiones de esta masa de hielo es su rugido permanente. El alarido de la soledad de estos parajes.
Fuente: eldiariomontanes.es
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