martes, 9 de febrero de 2010

Viviendo a 'bordo' de la estación de investigaciones Palmer


Un mes en la estación Palmer permite conocer los avances de las investigaciones sobre el calentamiento global.

También el plancton vegetal, los pingüinos, las bacterias en este ecosistema y cómo se vive en la base más lejana del Polo Sur.
Desde el puente del buque oceanográfico, y tras cuatro días cruzando el alucinante Paso de Drake, que separa a Sur América de la Península Antártica, la estación de investigaciones Palmer -la más pequeña de las tres bases antárticas estadounidenses, y la más lejana del polo geográfico, ubicada a 64º Latitud Sur- aparece lentamente en la luz cremosa del amanecer. Anclada en un promontorio de roca a espaldas de un glaciar amenazante y a orillas de una isla de hielo donde no puede aterrizar tan siquiera una avioneta, es imposible concebir lugar más solitario y aislado.
Durante un mes estuve conviviendo con un grupo de 35 personas en Palmer, que pasan entre tres y seis meses al año (algunas desde hace 40 años), dedicadas a estudiar a fondo la respuesta de este sensible ecosistema al cambio climático, desde una molécula hasta una ballena. Puesto que la Península Antártica está calentándose cinco veces más rápidamente que el resto del planeta, lo que se ha aprendido aquí, a través de estos Estudios Ecológicos a Largo Plazo, es un modelo para entender cómo responderá el resto del globo. Los resultados arrojados desde Palmer a lo largo de varias décadas son tan exactos, minuciosos e irrefutables, que conllevan a legislaciones federales y acuerdos internacionales.
En este momento se llevan a cabo aquí estudios con aves antárticas; plancton vegetal y bacterias; cambios en la química del agua, en la penetración de la luz, y en la estructura de los glaciares; cómo se adaptan los mamíferos marinos y qué está sucediendo con las concentraciones de kril, que es lo que consume todo el mundo aquí.
La clave de todo la tiene el hielo. Cuando aumenta o disminuye, cuando se derrite o se compacta, los cambios químicos, físicos y biológicos en el ecosistema local -y mundial- son profundos. Constituyen la base de muchos procesos en una cadena que comienza en el mar y en la atmósfera, y termina en nuestras despensas y en nuestras billeteras.
La aislada comunidad biológica de la Península Antártica y sus aguas costeras evolucionaron dentro de un clima polar, que durante milenios permaneció relativamente estable. El fondo del mar en este sector cae abruptamente de 700 a 3,000 metros de profundidad, y es allí donde la poderosa Corriente Circumpolar Antártica (que rodea al continente con la fuerza y el caudal combinado de los 100 ríos más grandes del mundo) sube hacia la superficie, trayendo gigantescas cantidades de nutrientes. La corriente circumpolar recibe el agua caliente de los demás océanos, transfiriendo este calor -que ha ido en aumento constante- a las aguas de la Península Antártica, su punto más cercano.
Y es aquí donde comienza el efecto dominó: el agua derrite el hielo que se forma durante el invierno sobre su superficie. El hielo es blanco, y este color refleja hacia la atmósfera el 80 por ciento de los rayos del sol, evitando que estos recalienten al planeta. Pero al no haber tanto hielo sobre el mar, el agua absorbe el calor del sol, derrite más hielo, que a su vez calienta más el agua, y el ciclo se refuerza. Es lo que los expertos llaman "amplificación polar".
La Península Antártica se ha calentado 6 grados centígrados en los inviernos, desde 1960. Eso es una barbaridad. De continuar esta tendencia, la temperatura promedio invernal se elevaría por encima del punto de congelación del agua de mar para mediados de este siglo. Después de eso, ya no se formará una capa de hielo en el mar, lo cual traerá enormes cambios en el régimen del ecosistema.
Vivir en Palmer
Habiendo estado en otras bases antárticas, no me esperaba que Palmer fuera tan acogedora. Quizás es su tamaño, mucho más pequeño que las demás, o su hermosa localización, frecuentada por ballenas y focas, o pingüinos desfachatados que llegan hasta los escalones mismos de la entrada. La estación está conformada por unos tres a cuatro edificios de metal corrugado azul conectados por pasarelas de madera roja, llenos de laboratorios modernos. Las habitaciones son muy cómodas, uno comparte la litera con otra persona y duerme entre almohadas y cobertores de plumas, ni siquiera hay que levantar la cabeza para ver el glaciar Marr teñido de rosado en la luz eterna del amanecer.
Incluso hay un jacuzzi con vista a los témpanos gigantes de la bahía, una biblioteca y sala de cine que dan a un bar y terraza donde en las noches hay 'tomadera' de cerveza y vino, sesiones de música, película o de chistes.
La pequeña comunidad de Palmer tiene un espíritu risueño y cálido, una minisociedad en el fin del mundo, que se respeta y autorregula. Cada sábado todo el mundo, desde el director de la estación para abajo, tienen que ayudar a limpiar la base; igualmente, después de las comidas, todos se turnan para dejar la cocina impecable. Al cabo del mes uno se siente parte de esta familia de gente aguerrida que, pese al confort, vive y hace ciencia en el lugar más aislado del mundo, suplido cada dos meses por el buque que viene desde Punta Arenas, en Chile.
Las comidas gourmet son preparados por una simpática chef graduada en el Cordon Bleu de París para que uno se levante listo a trabajar a 'hielo traviesa' todo el día. Que al desayuno le pregunten si quiere los huevos con hongos portabella, y que recuerde que en la noche hay filet mignon con vino tinto, es algo que no cuadra con la logística de una estación antártica.
La rutina diaria, después del festín matutino, consiste en enfundarse en un voluminoso traje impermeable y abrigado que hace verse a cualquiera como una granada de mano, y seguir a los diferentes grupos de estudio en sus salidas de campo. Puesto que el único medio de transporte en Palmer son los botes de caucho inflables, hay que graduarse en usarlos bajo toda clase de condiciones climatológicas y rescates de emergencia, incluyendo armar refugios a la carrera en cualquier isla y reavivar a un paciente hipotérmico.
Las salidas de campo van desde avistamiento de ballenas jorobadas hasta mediciones de luz y temperatura en varios puntos del archipiélago, con un sofisticado sumergible robot; recolecciones diarias de muestras de agua y su posterior análisis en el laboratorio; estudios atmosféricos y observaciones del extraño pez antártico que en lugar de sangre roja tiene una sustancia anticongelante incolora. Quizás el equipo más carismático en Palmer son las dos biólogas que estudian las aves antárticas, especialmente los pingüinos adelia.
Me unía a las 'pajareras', como las llaman en broma, siempre que les era posible. Entonces el día comenzaba a las 7 de la mañana y terminaba pasadas las 9 de la noche, aprovechando que en el verano austral hay 24 horas de luz. Las biólogas debían pesar y medir los polluelos de pingüino, hacer un censo de sus poblaciones y darse una idea clara del estado de salud de las colonias.
El espectáculo de una pingüinera es inolvidable: miles de estridentes gargantas chillando con fuerza operática, mientras sus dueños baten al aire pares de aletas cauchudas y caminan desde y hasta la costa contonéandose como niños con abrigos de invierno. Asombrosamente, padres e hijos reconocen sus voces en medio de la algarabía general.
La situación de los pingüinos adelia del Archipiélago Palmer es precaria; según los biólogos, están condenados a desaparecer de esta región del continente. Su existencia está atada a la capa de hielo marino, porque en su base es donde se reproduce el kril, y allí es donde pueden descansar y ponerse a salvo de las focas leopardo. El calentamiento también produce más nevadas durante el verano (por la humedad que se forma en la atmósfera). Al derretirse la nieve, el agua inunda los nidos de los adelias, matando los polluelos y los huevos.
Algunas especies se adaptan y otras sucumben. Es parte de la marea de cambios, unos incrementales y sutiles, otros obvios y agresivos que aprendí a identificar durante en este mes inolvidable de hacer ciencia en ese lugar tan especial que es Palmer Station.
POR ÁNGELA POSADA SWAFFORD

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