Nacido en Serín, fue un indiano convertido en pionero que figuró entre los primeros pobladores de la zona de Río Gallegos, en Argentina
IGNACIO GRACIA NORIEGA Pedro Montes fue un personaje formidable, el indiano convertido en pionero, en hombre que rompe tierras y abre caminos. Jesús Evaristo Casariego reprobaba la palabra pionero por anglicana, «pioneer» (¡ay, la pérfida Albión!) y prefería la más castiza de «adelantado». Aunque aparte que en Asturias ya hubo un adelantado, Pedro Menéndez de Avilés, la palabra no traduce exactamente «pioneer». «Adelantado» parece remitir en último término a la administración política, en tanto que «pioneer» es de un ámbito de hombres de acción, aunque lo de «pionero» señala también a una especie de «boy scout» totalitario. En cualquier caso, Pedro Montes fue hombre de mucha iniciativa y un importante ganadero bajo la Cruz del Sur.
Por lo general, los indianos de la época clásica no se interesaban por la tierra de los lejanos lugares a los que iban. En primer lugar, aquella tierra no era la suya. En segundo y principal, la inestabilidad política de las repúblicas hispanoamericanas no aconsejaba desarrollar industrias que exigieran disponer de grandes extensiones de terreno. Era más recomendable dedicarse al comercio o a industrias que permitieran recoger el dinero y salir pitando si la revolución de turno amenazaba la propiedad privada. En este sentido, los indianos actuaban de manera muy parecida a los judíos, siempre recelosos de los «progroms», por lo que preferían el dinero que les cupiera en el bolsillo o en las alforjas a tener propiedades que en caso de fuga precipitada quedarían en manos del primero que se apoderara de ellas. No obstante, los indianos más importantes, los que dejaron mayor huella y más duradera, José Menéndez en la Patagonia e Íñigo Noriega en el norte de Méjico, fueron grandes propietarios, auténticos terratenientes de grandes extensiones de tierra que el primero dedicó a la ganadería y el segundo a la agricultura. Pedro Montes fue, asimismo, un importante ganadero en la Patagonia, propietario de enormes rebaños de ovejas. En algún aspecto recuerda al mirandés José Menéndez, el emperador de la Patagonia, también ovejero, aunque en otros se parecen poco.
A la condición de ovejero, Pedro Montes añadió, en sus comienzos, la de buscador de oro. Hubiera sido un buen personaje de «western», de «western» del Sur (se hicieron algunos, como «Martín el gaucho», de Jacques Tourneur, que en realidad es «Martín Fierro», o «El americano», de William Castle, desarrollado en Brasil). Fue uno de los primeros pobladores de la zona de Río Gallegos y buscador de oro en Cabo Vírgenes. Posteriormente, se dedicó a la cría de ovinos en las vastas extensiones que el primer gobernador del territorio, Carlos M. Moyano, ponía a disposición de los hombres audaces que se atrevieran a establecerse en aquellos despoblados inhóspitos entre la costa del océano Atlántico y el horizonte sin fin.
Como numerosos indianos, Pedro Montes, nacido en Serín, contaba con un familiar que le había precedido en el camino de la emigración: en su caso, su hermano José, que había marchado a Argentina en 1874, descendido hasta el sur del mundo, hasta Punta Arenas, y después de realizar diversos trabajos, en 1878, se dedicó al pastoreo y a la cría de ovejas en una extensa franja de tierra en la costa del océano Atlántico que con el tiempo se convertiría en la estancia La Costa. Se trata de una costa larga, brava y desolada. José Montes se convierte en estanciero después de andar errante por aquellas soledades durante cuatro años aprovechando que don Carlos M. Moyano, el primer gobernador de la Patagonia, se había propuesto colonizar en serio aquel territorio. El Gobierno cedía la tierra a quienes se propusieran trabajarla y sacarle rendimiento. Pero era necesario disponer de dinero efectivo para poner en marcha una estancia, por lo que José Montes, antes de ser estanciero fue buscador de oro en Cabo Vírgenes, y ese mismo camino fue el que siguió Pedro Montes después de desembarcar en Buenos Aires. Pedro Montes se asoció a dos españoles, Victoriano Rivera y Eugenio Fernández, también buscadores de oro, y en poco tiempo se hizo tan experto en esa industria y llegó a conocer tan bien Cabo Vírgenes que trabajó como guía de otros buscadores. Cierto día, al atardecer, Pedro Montes encontró por casualidad al gobernador Moyano, que se dirigía a caballo con su comitiva hacia Cabo Vírgenes. El joven buscador de oro pasó la noche en el campamento del gobernador, pero no se limitó a cenar, ocupar un lugar al lado del fuego y dormir, sino que entabló conversación con don Carlos, y a éste debieron resultarle interesantes las ideas y los proyectos de aquel audaz asturiano y resultado de aquella noche de charla fue que el Gobierno argentino concedió una extensión de tierra comprendida entre el río Coyle y Río Gallegos a Pedro Montes y a sus socios Victoriano Rivera y Eugenio Fernández.
Lo principal estaba resuelto, pero lo secundario, a partir de entonces, se convirtió en algo tan importante como lo principal. Tomando como centro Santa Cruz, en aquella tierra abundaban los pumas, que dificultaban la cría de ganados. Por lo que, para dedicarse a la cría de ovejas, eran tan imprescindibles algunos buenos cazadores como los pastores. Las primeras ovejas de Santa Cruz pertenecían a la raza Lincoln y fueron transportadas en goletas desde las islas Malvinas, y con ellas se establecieron en el continente pastores ingleses y escoceses. Pronto mejoraron la majada incorporando la raza merina, y para no limitarse a las ovejas de las islas Malvinas, los hermanos Montes compraron un rebaño en Bahía Blanca que tardó dos años en llegar a Santa Cruz, en medio de dificultades sin cuento, pues los pastores no sólo tuvieron que conducir el rebaño, sino defenderse de los ataques de los indios y de los pumas. Toda una historia propia del viejo oeste americano.
Hasta que consiguieron estabilizar el rebaño, los viajes por mar en veleros desde las islas Malvinas y los arreos por tierra habían de superar numerosas dificultades: las tempestades en el mar y las largas distancias y los indios por tierra. La vida en la estancia era dura. El capataz era un alemán llamado Herman Fuhr y la mayoría de los pastores y puesteros eran auténticos aventureros, como Daniel Águila, que anteriormente había sido domador de un circo. El jefe de esquiladores se llamaba Ángel Martínez, de Puerto Santa Cruz, y había que tener mucho cuidado con los puesteros, es decir, los encargados de los rebaños avanzados, porque solían acercarse a los poblados «a tomar» y una vez borrachos se metían en frecuentes disputas que se resolvían a cuchilladas o a tiros. Especialmente peligrosos eran los puesteros de la sección de Acollaradas por la proximidad del «Hotel Cerrito», que debió ser un lugar de mucha juerga. Los indios tehuelches merodeaban por los alrededores y eran grandes artistas, pintando sobre pieles de guanaco y zorro por la parte del cuero. También, cuando podían, robaban ovejas, aunque no se ha dicho que los hermanos Montes y sus socios emplearan contra ellos los procedimientos expeditivos que se le atribuyen a José Menéndez. El negocio de la oveja aparejaba otro adicional, el del transporte de la lana, que se hacía en grandes carretas tiradas por bueyes.
Hasta 1900, prácticamente (es decir, en poco más de veinte años) el territorio de Santa Cruz se distribuyó entre los hermanos Montes y sus socios. José Montes pobló la estancia La Costa, y más adelante Las Buitreras y Cancha Carrera. Eugenio Fernández pobló la estancia Alquinta, y Victoriano Rivera, la estancia Bahía, al norte de Río Gallegos, en la que hizo construir un palacio. Pedro Montes poseyó la estancia La Angelina, a dieciocho leguas de Río Gallegos y lindante con las estancias Bahia y la Costa. Las estancias Buen Tiempo, de John Rudd, y Hill Station, de otro «gringo», William Holliday, completaban la geografía estanciera del territorio. Años después, los hijos de Pedro Montes, llamados Pedro y José Montes Fernández, adquirieron la estancia Laguna de Oro, que había sido fundada por el alemán Rudolf Hamann.
La estancia La Angelina, llamada así porque Pedro Montes había contraído matrimonio con Ángeles Fernández, era de muy buenos pastos, y la proximidad del mar atenuaba el recio invierno patagón. La estación de mayor actividad era por el verano, la época de la esquila. La lana se transportaba en carros hasta el hotel Gallegos Norte, y desde allí hasta Río Gallegos en canoas. En 1912 construyeron el puente Güer Aike sobre el río Gallegos. Los fardos de lana eran embarcados en la playa de Gallegos hacia Europa. Comerciaban con los indios tehuelches por trueque, cambiando sus pieles por azúcar o ginebra. Por si los indios organizaban alguna toldería, mandó construir una trinchera para defensa de la estancia.
Aunque Pedro Montes organizó su negocio y su familia en Patagonia, regresó a la patria cuando lo consideró oportuno y vivió sus últimos años en Gijón.
La Nueva España
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