El mito constituyó un sistema de pensamiento a través del cual el hombre intentó conocer la realidad y de conocerse. Sin embargo, en un sentido amplio, nunca pudimos desligarnos por completo de los grandes relatos que signan los orígenes de cultura humana y pese al enorme desarrollo de las ciencias suele ser muy extendida la opinión de especialistas que sostienen que el mito subyace en los relatos explicativos de nuestro tiempo. No es casual, por lo tanto, que exista unanimidad en considerar que los mitos no pueden ser destruidos y que apenas pueden ser reemplazados por nuevos relatos que ocupan su lugar con leves variaciones.
Desde luego que explicar en qué consiste el pensamiento mítico escapa al propósito de estas líneas. A modo de resumen, podemos precisarlo como una representación idealizada de la realidad que busca adjudicarle a ésta un sentido, un orden y una forma. Y produce un modelo, de la misma manera que las ciencias producen sus paradigmas. Pero sobre –y es lo que nos interesa marcar- el mito produce movimientos, y el hombre ha corrido detrás de él para apropiarse de nuevas realidades, como los judíos al escapar de Egipto en procura de alcanzar la Tierra Prometida.
La fuerza del mito
El historiador de las religiones, Mircea Eliade, sobre la base de los propios diarios de viajes de Colón, ha sostenido que el genovés “no tenía duda alguna de que había llegado muy cerca del Paraíso Terrenal. Creía que las corrientes frías que encontró en el Golfo de Paria se originaban en los cuatro ríos del Jardín del Edén. Para Colón la búsqueda del Paraíso Terrenal no era una quimera”. Y agregaba: “Europa creía que había llegado el momento de renovar el mundo cristiano y la verdadera renovación consistía en volver al Paraíso.” (1)
Luego de la muerte de Colón, ya desatada con todo rigor la polémica acerca de si su descubrimiento había sido producto o no de la casualidad, se alinean, en defensa del Almirante, Fray Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Francisco López de Gómora y su propio hijo, Hernando Colón, entre otros, que en sus afanes reivindicatorios fundan la causalidad del viaje en una profetización hallada en los versos finales del acto II de la tragedia “Medea” de Séneca: “Tiempos vendrán al paso de los años en que suelte el océano las barreras del mundo y se abra la tierra en toda su extensión y Tetis nos descubra nuevos orbes y el confín de la tierra ya no sea Tule”. (2) Al margen de este texto, como prueba de esta causa escatológica del viaje a América, el hijo de Colón escribió de su puño y letra lo siguiente: “Esta profecía fue cumplida por mi padre, el Almirante Cristóbal Colón, en el año 1492”. (3)
Fernando Ainsa, en esta misma línea, señala que “el encuentro del Nuevo Mundo no fue más que la culminación del presentimiento de soñar despierto que había recorrido la antigüedad en la Edad Media. En efecto, entre los impulsos que determinaron la aparición histórica de América, unos son terrestres y prácticos –la ruta occidental hacia las Indias Orientales y la búsqueda de una nueva ruta hacia las especierías- y otros son el resultado de la invención imaginativa, cuando no idealista del ser humano, siempre preocupado por una dimensión que vaya más allá de la realidad”. (4)
En la carta dirigida por Colón a los Reyes Católicos –In nomine domini nostri Ihesu Christi- y que Fray Bartolomé de las Casas integró en las relaciones del primer viaje, puede leerse esta combinación de fines que señala Ainsa: “...pensaron en enviarme a mí, Cristóbal Colón, a las dichas partidas de Indias para ver los dichos príncipes, y los pueblos y tierras, y la disposición de ellas y de todo, y la manera que se pudiera tener para la conversión dellas a nuestra santa fe, y ordenaron que yo fuese por tierra al Oriente”. (5) Así quedó escrito, además, en el propio “Libro de las Profecías” de Colón, cuando afirma que el fin del mundo sería precedido por la conquista del nuevo continente, la conversión de los paganos y la destrucción del Anticristo. Él mismo asumió un papel primordial en este drama fabuloso, histórico y cósmico a la vez. Al dirigirse al príncipe Juan exclamó: “Dios me ha hecho mensajero del nuevo cielo y de la nueva tierra de los que habló en el Apocalipsis por medio de San Juan, después de haber hablado de ellos por boca de Isaías; y Él me señaló el lugar donde encontrarlos”. (6) El lugar era el Oeste, pues como sostiene Eliade, “no cabía duda que se debía al hecho de que la Palabra de Dios, que había comenzado en el Este, había ido avanzando gradualmente hacia el Oeste” (7) y que en ese punto, según Colón, “Vuestras Altezas (deberán saber que está) la tierra la mejor y más fértil y temperada y llana y buena que haya en el mundo” (8).
En conclusión, el viaje de Cristóbal Colón expresa lo que Ernst Bloch llama la mezcla ambigua de la búsqueda del oro como metal y de la Edad de Oro como paraíso perdido y determinó las características de su viaje, obligado a conciliar los intereses comerciales y económicos de su empresa -estipulados en el contrato que firmó con la Corona-, con los intereses escatológicos de ese mismo viaje que nutrió, junto con el concreto, las dos caras de su aventura náutica.
Eploradores de ensueños
Las primeras grandes descripciones sobre la Patagonia, al sur del paralelo 40º, no fueron motivadas, como sería de esperar, por un propósito de orden estrictamente racional. Ciertamente fueron como una continuidad de ese primer movimiento que hicimos referencia en una de las causas del viaje de Colón y que se reprodujo en toda América detrás de otros mitos, como la Fuente de la Juventud, en Florida; las Siete Ciudades de Cíbola al norte de México; El Dorado, rastreado desde el Caribe hasta el Amazonas o la Sierra de la Plata y el Rey Blanco, en el Río de la Plata.
En 1836, Pedro de Angelis publicó “La Ciudad de los Césares. Derroteros y viajes a la Ciudad Encantada, o de los Césares, que se creía existiese en la cordillera, al sud de Valdivia” que reúne una fascinante colección de relatos que dan cuenta de este mito, desde sus primeras manifestaciones en el siglo XVI. “De los Césares sobre todo se discurría con la mayor precisión y evidencia. Eran ciudades opulentas, fundadas, según opinaban algunos, por los españoles que se salvaron de Osorno y de los demás pueblos que destruyeron los Araucanos en 1599; o según otros, por los restos de las tripulaciones de los buques naufragados en el estrecho de Magallanes.
“La ciudad principal, (puesto que se contaban hasta tres) estaba en medio, de la laguna de Payegué, cerca de un estero llamado Llanquecó, muy correntoso y profundo. Tenía murallas con fosos, revellines y una sola entrada, protegida por un puente levadizo y artillería. Sus edificios eran suntuosos, casi todos de piedra labrada, y bien techados al modo de España. Nada igualaba la magnificencia de sus templos, cubiertos de plata maciza, y de este mismo metal eran sus ollas, cuchillos, y hasta las rejas de arado. Para formarse una idea de sus riquezas, baste saber que los habitantes se sentaban en sus casas ¡en asientos de oro! Gastaban casaca de paño azul, chupa amarilla, calzones de buché, o bombachos, con zapatos grandes, y un sombrero chico de tres picos. Eran blancos y rubios, con ojos azules y barba cerrada. Hablaban en un idioma ininteligible a los españoles y a los indios; pero las marcas de que se servían para herrar su ganado eran como las de España, y sus rodeos considerables. Se ocupaban en la labranza, y lo que más sembraban era ají, de que hacían un vasto comercio con sus vecinos. Acostumbran tener un centinela en un cerro inmediato para impedir el paso a los extraños; poniendo todo su cuidado en ocultar su paradero, y en mantenerse en un completo aislamiento. A pesar de todas estas precauciones, no habían podido lograr su objeto, y algunos indios y españoles se habían acercado a la ciudad hasta oír el tañido de las campanas”. Estas y otras declaraciones que hacían, bajo de juramento, los individuos llamados a ilustrar a los gobiernos sobre la Gran Noticia, (tal era entonces el nombre que se daba a este pretendido descubrimiento) excitaron el celo de las autoridades, y la más viva curiosidad del público” (9).
La búsqueda
El padre Nicolás Mascardi fue el primer rector de una escuela que fundaron los jesuitas en Castro (Chile) al promediar el siglo XVII. Allí conoció a una joven princesa de los vuriloche que le confió la existencia de la Ciudad de los Césares. Mascardi no dudó demasiado en emprender su búsqueda. En 1670 llegó al Nahuel Huapi y fundó la misión “Nuestra Señora de las Poyas” aunque de inmediato se abocó a la exploración de la cordillera hacia el sur. Luego de infructuosos intentos por dar con la ciudad encantada, escribió a los césares una carta en los cinco idiomas que conocía: italiano, español, latín, araucano y poya con la esperanza de que alguien les hiciese llegar sus líneas a los enigmáticos habitantes de la Patagonia. Pero Mascardi no se dio por vencido. Un año después retorna la búsqueda y alcanza los lagos Musters y Colhué Huapu. En 1672 inició su tercera expedición, recorriendo los ríos Limay y Negro y descendiendo, luego, hasta el cabo Vírgenes. En su último viaje encontró la muerte aunque hasta el día de hoy se desconoce con precisión donde fue sepultado. Se dice que fue muerto en las nacientes del río Deseado, otros sostienen que murió lanceado por el cacique Antullanca en la misión de Nahuel Huapi, y están también los que dicen que murió a la altura del paralelo 47º en plena cordillera.
Los jesuitas que continuaron en la misión del Nahuel Huapi nunca abandonaron la esperanza de dar con la ciudad de los Césares hasta que la Compañía de Jesús fue expulsada al promediar el siglo XVIII. Sin embargo el mito continuó gozando de buena salud. En 1715 Silvestre Antonio Díaz Rojas presentó ante el Rey de España un relato de sus experiencias vividas con los Césares. El Soberano creyó en la versión de su súbdito al punto que ordenó a la Audiencia de Santiago que tomara contacto de inmediato con la civilización escondida.
Cuando ya había pasado varias décadas de la partida de los jesuitas del Nahuel Huapi, los franciscanos cruzaron la cordillera a la altura del Parque Nacional Los Alerces. El padre Menéndez era el jefe de la expedición que descubrió el lago que hoy lleva su nombre. Armado de los relatos que había conocido en Chile, Menéndez buscaba hallar la ciudad que estaba habitada –según decían quienes daban fe de haberla conocida- por hombres rubios y dueños de oro en cantidades infinitas.
El franciscano logró convencer a las autoridades chilenas de que estaba muy cerca de dar con el gran enigma. Logró organizar una gran expedición que partió de Ancud en 1794. Ya de este lado de la cordillera sus hombres se encuentran con los indios que él había conocido el año anterior. Pronto advierte que las mujeres lucían unas chaquiras mejores que las que él les había entregado unos meses antes. Al preguntar de donde las habían obtenido –tal vez imaginando que habían tomado contacto con los césares durante su ausencia- descubre, para su desazón, que las habían traído de Patagones. No tardó el cacique Chulilaquin en destruir todas sus esperanzas al explicarle que once años el Piloto de la Real Armada, Basilio Villarino, había llegado al lugar, y que su pueblo comerciaba con el Fuerte del Carmen, del que devinieron las hermosas ciudades de Viedma y Carmen de Patagones
FUENTES:
1, 6 y 7 - ELIADE, Mircea. La búsqueda. Ed. Megápolis, Buenos Aires, 1971. Págs. 42-34
2, 3, 4 - AINSA, Fernando. De la Edad de Oro a El Dorado. Fondo de Cultura Económica, México, 1992. P. 82
5 y 8- COLON, Cristóbal. Diarios. Ed. Cultura Hispánica, Madrid, 1972. Págs. 2 y 40
9 – DE ANGELIS, Pedro. La ciudad encantada de la Patagonia. La leyenda de los Césares. Ed. Continente, Buenos Aires, 2005. Págs. 16 y17
MORALES, Ernesto. La ciudad encantada de la Patagonia. Ed. Teoría, Buenos Aires, 1994.
El autor es profesor en Letras y Legislador de Río Negro
No hay comentarios:
Publicar un comentario