lunes, 3 de enero de 2011

Justo, el otro


Liborio Justo fue reuniendo a lo largo de su larga vida sobradas razones para convertirse en un mito. Hijo del general Justo, gritó “¡Muera el imperialismo!” en las narices del mismísimo Roosevelt. Militó en la izquierda y viajó varias veces por el mundo. Y además vivió 101 años. La tierra maldita, que acaba de publicarse, recoge su experiencia de joven aventurero en la Patagonia, la zona antártica y Malvinas y fue un gran éxito en los años ’30. Pero, además, conserva intacta su inusitada calidad literaria y brilla aún como una rareza de la literatura argentina



Por Claudio Zeiger

Hay veces que la pregunta se abre camino: ¿existió una genuina literatura de aventuras en Argentina? Exploradores o científicos flemáticos, displicentes y caballerescos –esos caballeros de la civilización en medio de la barbarie– como los de Verne o Rider Haggard. Seres que buscan descubrir nuevas tierras, vivir experiencias por afuera de su hábitat citadino y cosmopolita. Aventuras de mar y tierra. Obviamente, pudo haber y hubo aventuras trasladadas de otras aventuras literarias y tamizadas por la propia experiencia, como en el caso paradigmático de Horacio Quiroga, cuentista genial y aventurero vital, pero que probablemente no se consideraría a sí mismo ni como un aventurero ni como un escritor de aventuras. Hay que aceptar que el género de aventuras expresó esencialmente el imaginario imperial, las ansias de conquista, tanto materiales como espirituales, de los civilizadores europeos y norteamericanos. Por eso, orientados por ese lado, poco y nada de literatura de aventuras puede rastrearse en la Argentina (geografía, más bien, de conquistadores, viajeros y exploradores). Pero el escritor- aventurero aun así fue posible. Un tipo de escritor que viajó para salirse de sí, de su mundo y quizá de su condición.
El caso de Liborio Justo, se sabe, roza la leyenda: el hijo del general Agustín P. Justo, presidente entre 1932-1938, que rompió con la tradición familiar y militó en la izquierda de los años ‘30 y ‘40; el hombre que vivió un siglo (1902-2003); el hombre que se dedicó a forestar unas islas profundas del Delta; el escritor revisionista de una obra histórica y sociológica nacional, sobre todo, Pampas y lanzas. Y detrás suyo también se filtró la leyenda de una tierra: la Patagonia como “tierra maldita”, tal la lapidaria afirmación de Darwin. Y entrelazadas con ambas leyendas, el mito del escritor aventurero que viajó y vivió las aventuras y luego las escribió de corrido, entre el humo y el ruido. Según escribió el propio Liborio Justo para la edición de La tierra maldita de 1933: “Estos relatos, que por muchos años el escritor sintió necesidad de escribir y luchó por no hacerlo, fueron escritos, nueve en los últimos quince días de abril y principios de mayo de 1932, y los tres restantes a fines de agosto del mismo año, principalmente en distintas bodegas y cafés del Puerto y de la calle 25 de Mayo de Buenos Aires”.

La precisión de los datos buscan el impacto y el colorido. Escritura febril y rápida, quizá descuidada, algo distraído mirando las escenas que uno puede situar en los bajos de Buenos Aires de esos años, rememorando los sucesivos viajes por los mares del sur, la Tierra del Fuego, las Malvinas, la región antártica, toda la aspereza del viento y el mar en la cara, el pasaje sin tránsito típico de Moby Dick: de perseguir la ballena blanca a echarse en la litera para leer a Platón en los ratos libres. Liborio Justo realizó entre 1925 y 1932 varios viajes por las zonas más australes del Pacífico y el Atlántico viendo de cerca la materia y los personajes de su libro.
Ese pasaje de vivir a contar es el justo y necesario para que nazca el mito del escritor aventurero. El impacto de La tierra maldita de Liborio Justo no pasó inadvertido en su momento. Fue un éxito literario arrollador, una revelación. Alguien mostraba otro mundo después de una incursión que tenía un plus de encanto, algo de gratuito, de apuesta existencial. Alguien volvía para pasarse unas semanas vagando y divagando por bodegones y cafetines y en pocas semanas, arrojaba las prendas de su experiencia sobre la mesa de la literatura prolijita y decorosa que por esos años criticaba el mismísimo Arlt. Un verdadero salvaje. Un auténtico escritor. Un aventurero que podía contarlo.
Pero no fue un espejismo el de quienes sintieron la sacudida de los cuentos de Lobodón Garra (seudónimo que utilizó Liborio Justo para la ocasión). El sacudón aún persiste. En un cálido prólogo de esta edición, Osvaldo Bayer confiesa: “Cuando terminé de leer La tierra maldita me pregunté con reproche:‘¿pero cómo, recién hoy, a los 83 años, he leído esta verdadera joya de la literatura argentina?’”. La expresión, “joya literaria”, le cabe al libro, podría ser la de un diamante en bruto, un diamante negro y legendario del que también se habla en uno de los cuentos.
La construcción del escritor aventurero que el autor redondeó en la nota introductoria, cede lugar a la fascinación desde las primeras páginas, porque los sucesivos cuentos que componen el volumen van tramando la “experiencia” de la tierra maldita con un trabajo literario artesanal y preciso que les confieren a las historias una gran modernidad (y que, dicho sea de paso, contradice bastante la figura del escritor que escribe al calor del recuerdo en los bodegones), especialmente en la plasticidad de las descripciones de paisajes tan duros y aparentemente monótonos, pero donde el ojo observador logra captar una variedad insospechada. Y los personajes: una vertiginosa ronda de hombres (“Patagonia –parece que decía– ¡tierra maldita!, ¡tierra de los hombres machazos y de las almas libres!”) que apenas rozados por los dedos de la aventura y el anonimato, protagonizan historias medulares, definitorias. Todos se juegan el destino en una jornada, en un viaje sin final, en una inmersión profunda en la tragicidad de la naturaleza. Hay cuentos de naufragios, de monstruos antediluvianos, de presos sublevados, de colonos, inmigrantes y refugiados; hay historias de indios sobrevivientes y alguna historia de la Primera Guerra Mundial. Todos son excelentes.
La vida llevaría a Liborio Justo por diversos caminos que lo apartaron de ese volumen de cuentos de La tierra maldita, pero no se le puede negar que los escribió de una vez y para siempre, con el pulso firme de la despedida y el filo de la memoria preciso y luminoso.
La lectura de La tierra maldita tiene muy poco de pintoresco y nostálgico. Sus historias, sus personajes, su estilo y su calidad son una auténtica celebración de la literatura, y de la aventura en su versión más noble: una supervivencia donde la muerte roza al hombre y la vida roza el mito.
Página/12

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