Imagen del BLASTpol, el telescopio que partió de McMurdo el 27 de Diciembre de 2010, y que mide los campos magnéticos en nuestra galaxia
Por: Juan Diego Soler*
Tierra de pocos o de nadie, así, fue descrita por un explorador colombiano que viajó a instalar un telescopio satelital para medir la energía del cosmos
El pronóstico del clima era de tormentas y vientos fuertes durante los siguientes cuatro días. El Hércules C17 de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos que traía suministros a McMurdo y nos llevaría de regreso a la civilización a mí y a otros veinte pasajeros, aún no había partido de Nueva Zelanda. La pista de aterrizaje construida con nieve compactada sobre el océano congelado se cerraba un día después e iba a ser trasladada a unos 15 kilómetros hacia el interior del continente. Si no partía de Antártida ese día, 1 de Diciembre, tendría que esperar una semana por el próximo vuelo.
Llevaba 40 días en la estación de McMurdo, una de las tres bases del programa Antártico de los Estados Unidos, a donde había llegado en la primera oleada de mi grupo de investigación, el cual está compuesto por 14 científicos americanos, canadienses, italianos y un colombiano, yo. Desde hace tres años trabajamos construyendo un telescopio para lanzarlo con la ayuda de la Nasa en un globo que lo lleve a 37 km de la superficie de la Tierra, donde la atmósfera no interfiere con la luz infrarroja y se pueden observar las regiones donde se forman estrellas en nuestra galaxia.
Antártida es el lugar ideal para lanzar este tipo de experimentos: los patrones de viento mantienen el globo en una trayectoria circular y los días sin noches del verano austral garantizan que la temperatura del globo no cambie y así mantenga la misma altitud durante toda la misión.
Antártida es el continente más seco, más frío y más desolado de la tierra. Las temperaturas van hasta los ochenta grados bajo cero y esto, sumado a los fuertes vientos, convierte el lugar en un desierto de hielo. Antártida no tiene residentes permanentes y los únicos asentamientos humanos son las estaciones de investigación de los países que hacen parte del Tratado Antártico. McMurdo es la estación más grande, en el verano su población llega a 1.200 personas, mientras que en el invierno se reduce a menos de un centenar. Fue en McMurdo donde desembarcó Ernest Shackelton en la expedición del Discovery en 1902 y desde donde partió en 1910 la expedición de Robert Falcon Scott que competía contra la del noruego Amudsen por alcanzar por primera vez el Polo Sur.
El punto de partida para llegar a McMurdo es la ciudad de Christchurch, en Nueva Zelanda, y hasta allí vuelan los científicos y el personal que va a poblar la estación desde agosto, cuando el sol sale por primera vez luego de meses de oscuridad. Allí nos entregan el equipo para Clima Extremadamente Frío (ECW en inglés): dos maletas anaranjadas con ropa interior térmica, guantes, mitones, sombreros, pasamontañas, gafas, protector para el cuello, overol para la nieve, medias y unas botas blancas con válvulas para conservar el aire caliente en su interior. Por último, un abrigo rojo relleno de plumas de ganso canadiense que cubre hasta las rodillas y que se convierte en el uniforme de todos los habitantes de McMurdo.
En la solapa una etiqueta de velcro personaliza el abrigo con el nombre de cada ocupante, porque como descubriría luego, cuando el frío azota es imposible reconocer las caras de las personas. El vuelo desde Christchurch hasta McMurdo dura unas cinco horas en el Hércules C17. El cambiante clima en la Antártida hace que no sea inusual que los vuelos tengan que regresar a Nueva Zelanda a mitad de camino, o que sencillamente, no salgan durante días. Sin embargo, una vez en el avión y con el clima perfectamente despejado, se comienzan a ver los cascarones de hielo flotando sobre el océano, separados entre sí, formando un rompecabezas irregular. Súbitamente se hacen más grandes y el agua entre ellos se convierte en hilos azules que desaparecen y dan paso a una capa continua de hielo en la que se ven patrones de nieve dibujados por el viento. Luego se comienzan a ver planicies similares a la superficie de un balde de helado recién abierto y cordilleras completamente cubiertas de nieve.
Nada me había preparado para la sorpresa que me esperaba cuando al bajarme del avión me di cuenta de que la pista donde habíamos aterrizado era un cristal aguamarina muy resbaloso, y mientras caminaba con cuidado para no romperme una pierna en mi primer día, me di cuenta de que el avión, mis compañeros, los vehículos alrededor y yo estábamos sobre el océano congelado.
Viviendo en la Antártida
McMurdo, en la distancia, no es más que un montón de cuadritos azules, rojas y marrones sobre un parche negro en el blanco infinito que cubre todo alrededor. Ya de cerca los cuadritos son austeros edificios con ventanas pequeñas, separados por unos caminos de tierra y piedras rojizas mezcladas con nieve y hielo. El edificio principal tiene la cocina y el comedor donde todos los habitantes de la base acuden a tomar desayuno, almuerzo y comida. Hay tres cuartos repletos de percheros con los abrigos rojos, un cuarto de manualidades, un cuarto de música y la única tienda de la base, donde rentan películas —amplia selección de clásicos de los 80s en VHS—, venden vinos chilenos y cerveza de Nueva Zelanda, chocolates, botellas para el agua, artículos de limpieza personal —algunos en rebaja, como la crema de dientes con grumos por haber estado congelada— y por supuesto postales —las de pingüinos son las primeras en agotarse—, camisetas, gorras, calcomanías, vasos conmemorativos y otros recuerdos de la Antártica —hasta agotar inventario—.
Las instrucciones al llegar a McMurdo son sencillas y claras: evitar morir haciendo algo estúpido, lavarse las manos e hidratarse constantemente. Lavarse las manos es un asunto muy serio, una epidemia sumada a las condiciones de temperatura y aislamiento puede ser muy grave. La hidratación ahorra los terribles dolores de cabeza y evita la constante sensación de cansancio que es común con el frío y la falta de humedad y de oscuridad en la noche. Morir haciendo algo estúpido es relativamente sencillo en la Antártida, así que antes de hacer cualquier cosa hay que seguir el procedimiento y preguntarle a alguien que lo haya hecho y haya sobrevivido para contarlo.
En McMurdo la comunidad lo comparte todo. En las habitaciones se acomodan de a dos los directores, de a tres los científicos, cocineros y auxiliares, y de a cuatro los lavaplatos y conserjes. Los baños son compartidos y en ellos, por todas partes, hay letreros que hacen énfasis en el ahorro de agua, que aquí viene del hielo derretido o del agua de mar desalinizada. Por cada edificio de dormitorios hay un salón común con un televisor, un reproductor de DVD y VHS, sofás y una mesa de billar. Hay un gimnasio para trabajo cardiovascular, otro para levantar pesas y otro para jugar fútbol de salón y baloncesto. Hay una biblioteca y tres bares que abren todos los días, excepto los lunes.
Comparto mi cuarto con otro de los científicos de mi equipo y un ingeniero, científico o piloto que va de camino al Polo Sur y que apenas se queda unos días. Comparto el baño y las dos duchas con los habitantes de los 10 cuartos que hay en el corredor de mi dormitorio. Comparto la mesa del desayuno con gente distinta todos los días hasta que todas las caras parecen familiares. Comparto el bus ensamblado en Canadá con llantas tan altas como una persona que nos lleva todos los días a las 7:30 a.m. al laboratorio donde ensamblamos el telescopio. Comparto casi todo, menos la recomendación de tomar solamente cuatro duchas por semana y luego de intentarlo la primera semana me decanto por duchas rápidas todos los días. Me olvido de la afeitada para ganar minutos de sueño, me olvido del café para evitar el insomnio en las noches sin oscuridad y colapso en un sueño con ronquidos durante la media hora que toma llegar al trabajo todos los días.
La gente que llega a trabajar a McMurdo viene de todas partes de los Estados Unidos y, como consecuencia, viene de todas partes del mundo. Hay recién graduados de derecho y ciencia política que vienen a lavar platos, físicos que se ofrecen como auxiliares para las expediciones que van en helicóptero al monte Erebus o a los valles secos, científicos que estudian gusanos en el fondo del mar Antártico o los cambios de acidez en los lagos con bacterias que viven solamente en esas condiciones. Hay cocineros consagrados que vienen a hornear pan y galletas en el confín del mundo, rescatistas experimentados, artistas, músicos y, por supuesto, también hay colombianos.
A dos de ellos, Gregorio y Juan, los conocí casi el mismo día. Gregorio está por primera vez en la Antártida, pero su aventura es solamente un capítulo de la historia que lo llevó de trabajar en un barco de carga en el puerto de Santa Marta a cruzar los Estados Unidos luego de quedarse en Miami, encontrar una esposa americana en Seattle y hacerse residente permanente. Tiene uno de los trabajos más duros en la Antártida: ayuda a expandir el cubrimiento de la base, pasando hasta ocho horas al día a la intemperie, y aunque me cuenta que tuvo ampollas en la cara por las quemaduras del viento durante los primeros días que estuvo aquí, no hace drama y me dice que si me animo me enseña a boxear. Juan, por su parte, conduce uno de los tractores que mantienen la superficie de un camino sobre el hielo. Aunque dejó Colombia cuando apenas tenía cinco años, todavía tiene acento caleño.
Lanzando globos en la Antártida
En el primer viaje a la base de la Nasa, a unos 15 kilómetros de McMurdo, veo por primera vez los riscos producidos por el encuentro del glaciar con el océano congelado: una grieta enorme que forma una cordillera de hielo azul con bloques de hielo que emergen y cambian diariamente dejando agujeros por los que se cuelan focas y pingüinos. A la izquierda del camino se ve el monte Erebus y sus fumarolas, a la derecha, el blanco interminable del glaciar, en donde de cuando en cuando se ven banderitas negras que marcan las zonas donde el hielo es delgado, puede ceder y dejar expuestas unas grietas de decenas de metros de profundidad donde las posibilidades de rescate son nulas. Este es apenas el primero de los viajes que voy a hacer diariamente con los miembros del equipo.
La base es un conjunto de seis edificios sobre esquíes, decenas de contenedores y una flota de buldóceres y motoniveladoras que se encargan de mantener el camino y la base accesibles para vehículos y personas. Allí trabajamos todos los días los profesores y estudiantes de doctorado que componen mi equipo, pero también mecánicos, técnicos y aparejadores que preparan el globo y los sistemas de comunicación desde tierra. La mayoría viene de la Texas profunda, y aunque han viajado por todo el mundo recogiendo los globos que han lanzado de Australia, Suecia o Antártida, no pierden el espeso acento texano con el que cuentan historias sobre lobos mascota, armas o esposas esperándolos en sus ranchos y todos los domingos anuncian barbacoa y película de John Wayne.
Durante mis 40 días en la Antártida las tareas cambiaban constantemente. Primero, descargar las partes del telescopio de los contenedores, pasando tanto tiempo afuera que las botellas de agua se congelaban. Luego, montando el telescopio, primero el armazón, las cajas con la electrónica de control, los espejos, la cámara con los detectores y los sistemas de localización. En la medida en que los demás miembros de mi equipo llegaban, las tareas se hacían más detalladas: revisar una y otra vez el programa que controla todo el experimento en vuelo, mover una y otra vez todas las partes que se mueven, simular una y otra vez las condiciones de vuelo y esperar que si algo falla, falle en tierra, donde podemos reemplazar las partes, y no a 40 km de la superficie de la tierra, donde un problema puede ser el fin del experimento.
Todos los días a la hora del almuerzo era común escuchar las historias de experimentos que habían fallado en el pasado y la tradición oral se convierte en la forma en que profesores y técnicos transmiten el conocimiento a los estudiantes. En medio de la tensión de lanzar en un globo más de tres años de trabajo siempre había espacio para bromas, y los miércoles teníamos galletas recién horneadas para amenizar la tertulia antes de volver al laboratorio. Al finalizar el día, luego de volver a McMurdo, me esperaban los lunes de película, los jueves de microfútbol, los viernes de lavandería, los sábados de cena con vino y fiesta y los domingos con dos horas más de sueño cada mañana.
De regreso a la realidad
El Día de Acción de Gracias americano asistí a mi última fiesta en McMurdo. Luego de un día de trabajo muy particular, la fila para entrar al comedor era interminable y era difícil reconocer en corbata y chaqueta o tacones y vestido a los personajes que todos los días se vestían con botas y overoles. En el buffet ofrecían pavo, papas al horno, ensalada fresca, frutas que no habían sido congeladas y una mesa llena de postres, algunos de ellos con flores comestibles, las primeras flores de verdad que muchos de los habitantes de McMurdo habían visto en meses.Había terminado mi trabajo en la Antártida, pero me había encariñado mucho con este lugar, que en otras condiciones habría encontrado invivible. Me esperaban en Norteamérica el telescopio con el que espero volver a McMurdo en dos años y las tareas de seguimiento que tengo que hacer durante el vuelo, pero ya extrañaba el sentimiento de ser parte del pedacito de civilización en medio de la nada. Luego de la cena me esperaban el concierto de Acción de Gracias y mi fiesta de despedida. Un grupo de funk organizado por los conserjes de la base con un baterista prestado de la planta de aguas y un trompetista de la planta de reciclaje amenizaba la fiesta en el garaje adecuado como sala de conciertos.
Las despedidas fueron tan cálidas que un retraso de una semana en mi vuelo sería fatal para el romanticismo de la aventura: cuando salí al sol de medianoche decidí que mi aventura antártica había terminado. Al despedirme, les recomendé una y mil veces a mis compañeros que no se olvidaran de los detalles de las piezas que yo había diseñado, construido y probado, y les deseé mucha suerte: con ellos dejaba el experimento, mi doctorado y mi carrera. Al día siguiente, sin noticias del vuelo, no quería que me ganara la ansiedad y me fui a ayudar en el laboratorio a un par de biólogas marinas que estudian mutaciones en los gusanos en el lodo del mar en la Antártida.
Al cabo de unas horas nos informan que el C17 finalmente salió de Nueva Zelanda y que por la inminencia de la tormenta el abordaje del avión será más apresurado que de costumbre. Ya frente al inmenso avión siento el ruido ensordecedor que no voy a dejar de escuchar en las siguientes cinco horas. A lado y lado de la inmensa panza del avión nos sentamos en austeros asientos de lona. En el techo cuelga una bandera de Estados Unidos. La puerta se cierra y las instrucciones de seguridad se repiten con informalidad, pero con el tono rígido de los militares. Todo tiembla y vibra antes de que el avión tome la suficiente velocidad para el despegue, y con la tormenta en los talones, la turbulencia sacude la nave hasta que una hora después nos avisan que nos podemos levantar de los asientos.
Por una diminuta ventana circular me despido de los cascarones de hielo. Luego de un sueño profundo me despierto con el sobresalto de las llantas tocando tierra y aún aturdido me levanto de la silla siguiendo a los demás pasajeros. Afuera está oscuro y en mi primera noche en 40 días me reencuentro con la humedad en el aire y el viento tibio del verano austral. Luego de entregar mi equipo para baja temperatura, despedirme de mis compañeros de viaje y dejar mis maletas en el hotel, decido salir a caminar para sentir la noche y ver gente distinta. La noche es tan cálida que decido sentarme en el patio de un bar donde la gente conversa alegremente. Me siento en una poltrona junto a una mujer joven y delgada con un hermoso rostro maorí, vestida con pantalones entubados y zapatos Oxford —la perfecta combinación de los mares del sur e Inglaterra—.
Me cuenta que ella y sus amigos son estudiantes de periodismo que han venido a cubrir la catástrofe en una mina al sur de Christchurch. Yo le ofrezco disculpas y le digo que hace más de un mes no leo los periódicos. Ella me pregunta que dónde me había escondido y cuando le menciono Antártida ella sonríe con todas sus hermosas facciones y con un suspiro me dice: “Cuéntame cómo es. Yo siempre he querido ir”.
* Bogotano. Físico de la Universidad de los Andes y estudiante de doctorado en la Universidad de Toronto.
Juan Diego Soler* soler@astro.utoronto.ca
El Espectador
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