A 200 años del nacimiento del naturalista inglés, un viaje a bordo de un crucero desde Tierra del Fuego hasta la Patagonia chilena a través del canal de Beagle, el estrecho de Magallanes y el mítico Cabo de Hornos. Entre glaciares y fiordos, el autor de la Teoría de la Evolución hizo grandes descubrimientos. Un viaje en las gélidas aguas del fin del mundo.
Por Guido Piotrkowsk
La primera noche a bordo es movidita. En breve zarparemos desde Ushuaia por el canal de Beagle rumbo sur hacia Cabo de Hornos y es tiempo de las presentaciones de rigor del capitán y la tripulación del Vía Australis, uno de los cruceros de expedición que realiza la travesía desde Ushuaia hasta Punta Arenas, en Chile, y viceversa. Son alrededor de las nueve de la noche —¿o de la tarde?— y por las ventanillas del coqueto salón comedor, la luz desorienta; en estas latitudes el atardecer se hace rogar. En la hoja de ruta está marcada la hora exacta de la puesta del sol: 21.55, y del amanecer: 04.53.
Durante ese breve lapso de oscuridad, la embarcación se sacude violentamente. Entramos en mar abierto camino al primer destino del itinerario de tres noches. El Cabo de Hornos es el punto más austral del mundo antes de la Antártida, y le ha quitado el sueño a más de un explorador, comenzando por Charles Darwin, el naturalista inglés que cambió el rumbo de la ciencia y sacudió a la Iglesia con sus ideas acerca de la evolución de las especies hace 150 años. Darwin recorrió estos pagos australes entre 1833 y 1834, en la nave Beagle, capitaneada por Robert Fitz Roy, y es aquí donde comenzó a desarrollar sus teorías, mediante la observación de especies para él exóticas de la Patagonia.
Hoy, el mismo derrotero del naturalista, intrépidos exploradores y corsarios de antaño se puede realizar a bordo de navíos seguros y confortables, a años luz de los que navegaron Fernando de Magallanes, William Drake o Darwin, quienes arriesgaban todo contra viento y marea en aquellos viajes por la geografía indómita de una Patagonia virgen.
Un horno helado Ding, dong —suena la campanilla por los altoparlantes del camarote—. “Su atención por favor estimados pasajeros, nos aproximamos al Cabo de Hornos. Si las condiciones climáticas lo permiten, el desembarco será a las siete. El desayuno ya está servido”, anuncia un tripulante.
Son las seis, hay que levantarse, abrigarse, ponerse el chaleco salvavidas, y aguardar hecho un equeco hasta que el capitán decida si se puede desembarcar, o no, en el cabo. Darwin lo intentó y no pudo; el clima le jugó una mala pasada y su sueño de poner un pie allí quedó trunco. Así plasmó su desencanto en el diario de viaje: “… parece que el Cabo de Hornos exige que le paguemos tributo, y antes de cerrar la noche nos envía una espantosa tempestad… y al aproximarnos de nuevo a tierra al día siguiente, percibimos este famoso promontorio, envuelto en brumas y rodeado de un verdadero huracán de viento y agua. Inmensas nubes oscurecen el cielo, las sacudidas del viento y granizo nos asedian con tan ruda violencia que el capitán decide guarecerse en el Abra Wigwam, un excelente puertecillo situado a poca distancia y allí echamos el ancla precisamente el día de Nochebuena…”.
Crítica
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