Las bases españolas son de verano -austral-, se utilizan desde noviembre hasta y durante el inverno ártico permanecen cerradas, aunque sigan en funcionamiento permanente diferentes sensores meteorológicos y algunos experimentos automatizados. Se instalaron a finales de la década de los ochenta como estaciones científicas y desde entonces se utilizan todos los años para desarrollar programas de investigación, desde glaciología hasta oceanografía, biología de los pingüinos, estudios de líquenes y microorganismos, clima, etcétera. El trabajo se complementa con el buque oceanográfico Hespérides y el remolcador Las Palmas utilizado este último, sobre todo, para transporte ya poyo logístico , y ambos operados por la Armada Española. En uno y otro cruzan los científicos y personal de las bases desde Punta Arenas (Chile) o Ushuaia (Argentina), en una alternancia políticamente correcta, a través de las aguas siempre inquietante y a veces feroz del estrecho de Drake. Son tres días de navegación nada recomendable para quienes se marean en barco.
La Base Española Antártica Juan Carlos I, llamada simplemente la BAE, está en la Isla Livingston, a 62 grados de latitud Sur, cerca de la orilla del mar en una bahía salpicada a menudo de grandes bloques de hielo flotante y con un glaciar a la espalda; en ella puede vivir simultáneamente una veintena de personas (la mayoría de los investigadores se turnan en permanencias de un mes como media). Pertenece al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y los investigadores que obtienen financiación y permiso para ir a trabajar tienen que pasar una evaluación estricta del interés de su proyecto y de la capacidad del equipo para desarrollarlo. De las operaciones de la instrumentación científica de los barcos y las bases se encarga la Unidad de Tecnología Marina (UTM), también del CSIC.
Unos módulos de vivienda con comedor y cocina, laboratorios, un embarcadero, almacenes, depósitos y poco más forman la BAE. Ahora esta en fase de remodelación de todas las instalaciones, deterioradas ya con el paso del tiempo. Los trabajos comenzaron el año pasado con la colocación de pilares para las construcciones y este año se van a instalar los nuevos módulos, que partieron el pasado octubre desde Castellón en un buque de carga. Los viejos contenedores metálicos, acondicionados interiormente y conectados entre sí formando unos barracones, han durado años, pero su deterioro ya es demasiado patente.
Hay que tener en cuenta, a la hora de diseñar y construir una base en la Antártida, que no sólo ha de ser apta para las condiciones extremas allí, con temperaturas normalmente bajo cero incluso en verano, hielos y nevadas, sino que todas las instalaciones deben ajustarse a las estrictas normas del Tratado Antártico y su Protocolo de Madrid. Es obligatorio, por ejemplo, que todas las construcciones y equipamientos puedan desmontarse para eliminar cualquier rastro de su existencia una vez que se retiren. Los materiales permitidos también están regulados y las basuras y deshechos hay que llevárselos siempre de la Antártida, recurriendo a compactadoras de basura para facilitar su retirada. No todas las bases cumplen la estricta normativa, pero en cualquier momento pueden llegar a un campamento inspectores de cualquier país del Tratado y hacer un informe. El objetivo es hacer todo posible no sólo para no contaminar la Antártida sino para no alterarla, en lo posible. Cualquier instalación debe ser aprobada por los comités oportunos del Tratado. Las instalaciones españolas tienen a gala haber pasado cualquier inspección recibida.
La otra base, la Gabriel de Castilla, está gestionada por el Ejército de Tierra y sus dotaciones la operan, pero esta abierta igualmente a la investigación civil, hasta el punto de que cuando un científico español obtiene permiso para realizar un proyecto de investigación puede ser asignado indistintamente a una o a otra, y el Ejército realiza algunas investigaciones propias, como ensayos de equipamientos de meteorología extrema. No cabe pensar en proyectos secretos con científicos y civiles por allí trabajando codo con codo en un recinto reducido y abierto.
La base Gabriel de Castilla está a unas 20 millas náuticas de la BAE, en Decepción, una isla volcánica donde incluso unas pozas de aguas termales en la playa han convertido el baño allí en un ritual de residentes, visitantes y turistas. Frente a la base española, al otro lado de la profunda bahía de claro origen volcánico, están las ruinas de un poblado de balleneros de hace un siglo que luego fue una base británica abandonada de la noche a la mañana por una erupción repentina en la isla. Es también parte del recorrido de los barcos que llevan a turistas dispuestos a pagar grandes sumas de dinero por un crucero en la región menos dura de la Antártida y más cercana al extremo sur de América. Diferentes buques, incluidos algunos rompehielos rusos en desuso y habilitados para estos cruceros, están haciendo buenos negocios en la zona, pese a la preocupación de los científicos y de los ecologistas por el impacto que este turismo -no prohibido en el Tratado Antártico ni específicamente regulado- tiene en la protegida Antártida.
También la Gabriel de Castilla ha sido ampliada recientemente, con un nuevo módulo de habitabilidad idéntico al que existía, más de estilo chalet que los contenedores de la BAE pero igualmente desmontables y perfectamente adaptados a los requisitos del Tratado Antártico.
Además de estas estaciones fijas, los españoles montan cada año algún campamento alejado para investigaciones concretas en glaciares o lagos específicos. Los vecinos más próximos de la BAE son los búlgaros de la pequeña pero hospitalaria base St. Kliment Ochridsky , más antigua que las españolas y desde hace años dependiente de los buques españoles para el transporte de sus científicos y sus suministros. Las visitas mutuas son una tradición de españoles y búlgaros que festejan estos encuentros en un entorno tan aislado.
Aunque las investigaciones españolas se realicen en tiempo veraniego, las condiciones de vida en la Antártida son durísimas y no exentas de peligro. Así, está prohibido, por ejemplo, salir de la base una persona sola, sin avisar y sin llevar un transmisor y la ropa de montaña es obligatoria en todo momento aunque a ratos las bajas temperaturas den una tregua. Pero en estas estaciones en la Península Antártica no es normal sufrir un período prolongado de incomunicación, como sucede en las invernales instaladas más al sur en el continente. Junto al Polo sur está la célebre Amundsen-Scott, estadounidense, una estación científica muy avanzadas -sobre todo tras las mejoras realizadas en los últimos años por la National Science Foundation- en la que los científicos y el personal de apoyo se quedan prácticamente incomunicados todo el invierno austral. En la rusa Vostok, también cerca del Polo, se ha medido la temperatura más baja en el planeta tierra: 89,4 grados centígrados bajo cero.
También es permanente, de invierno y verano, la Base Esperanza, argentina. No es un campamento provisional sino todo un poblado, con diversas edificaciones acondicionadas para el invierno, una pista de avionetas e incluso un pequeño museo antártico con pertrechos históricos de los primeros exploradores del continente blanco. El Hespérides se ha acercado alguna vez, y tras los permisos para desembarcar establecidos por radio, la bienvenida está garantizada.
ATENEA
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