Vuelvo a la
Antártida, el continente más remoto y desconocido de la Tierra. Es la tierra de los superlativos: el continente más alto, seco, frío y ventoso. Más del 80% del hielo, las mayores reservas de agua dulce del planeta, se encuentra en la Antártida, en forma de una vasta calota helada que, como un manto, la cubre aplastándola literalmente, hundiendo más de mil metros la corteza terrestre. El grosor medio del hielo es de unos 2.500 metros, pero en algunas zonas llega a alcanzar los 4.800 metros.
Por fin terminamos de cruzar el estrecho de Drake y nos protegemos en las aguas tranquilas del canal Lemaire abriéndonos paso en un mar granizado de hielo con la quilla de acero de nuestro velero. Comienza el espectáculo. Misteriosa e impredecible, la Antártida se presenta de mil formas diferentes. Mientras que en el interior del continente las temperaturas son infernales, en la península Antártica, a poco más de mil kilómetros del extremo sur de Chile, son relativamente benignas y en verano llegan a superar los cero grados.
Atracamos en la bahía Pleneau, flanqueados por dos montañas que hemos elegido como objetivos, el monte Scott y el Wandell, que nos gustaría dedicar a Hugo Delignières, nuestro patrón, ya que en esta bahía se convirtió en el primer navegante en pasar todo un invierno antártico en solitario. Ahora nos ha traído hasta aquí para una aventura que nos ha exigido seis años de preparativos. Frente a esta gran variedad de organismos adaptados al frío, sin embargo, el ser humano no ha sido capaz de adaptarse a un entorno tan severo. Lo comprobamos cuando el día 29 de enero iniciamos la ascensión del monte Scott, una esbelta montaña de roca y hielo que se eleva 900 metros sobre el océano Glacial Antártico. El capitán nos transporta desde el barco hasta el glaciar donde comienza la escalada. Saltamos de la lancha con los crampones puestos y comenzamos a remontar una pendiente nevada. En poco tiempo ganamos desnivel mientras la figura de nuestro velero se va haciendo cada vez más diminuta, confundida con los témpanos de hielo que la rodean. Sabemos que no es una escalada difícil y no lo es tampoco su altitud, pues no alcanza los 1.000 metros. El valor real de la ascensión de esta montaña, que lleva el nombre del
capitán Robert Falcon Scott, lo da su alto grado de exposición. En estas montañas antárticas no está permitido el mínimo error. A cambio, tanto la soledad como la belleza son extremas. Son cualidades difíciles de encontrar, a este nivel, en ningún otro paisaje del planeta. Para hallar un terreno glaciar de tal compromiso habría que estar escalando en la cascada de hielo del Khumbu o cruzando el glaciar de los Gasherbrum. Afortunadamente, el día se mantiene estable y soleado, y sin problemas alcanzamos la cumbre del monte Scott a las dos de la tarde.
Desde la cima de aquel colmillo resplandeciente surgido del mar aparece uno de esos regalos para no olvidar. Llegar a la cumbre proporciona el sentimiento de estar en el sitio acertado, el que venía buscando, compartiendo emociones imposibles de conseguir en la vida cotidiana con compañeros con los que se puede alcanzar el fin del mundo. Esta cumbre de mirada vertiginosa, desde la que se podría saltar al océano, evoca el esfuerzo heroico de aquella expedición británica, y también sus equivocaciones que les abocaron al fracaso. Aquella gesta de los británicos fue simbolizada en el verso del Ulises de Tennyson que sus compañeros eligieron para su memorial: “Esto que somos: un mismo ardor de heroicos corazones, menguado por el tiempo y el destino, pero determinado a luchar, buscar, encontrar y no rendirse jamás”.
En silencio observo en derredor un paisaje grandioso. Ni siquiera el Karakórum conmueve tan profundamente. Momentos así dan sentido a una vida de aventuras. Grabo a mis compañeros sonrientes y felices. Me reconozco en las pupilas de Alex, Ester y José Carlos, brillantes y curiosas, en su plenitud. A nuestros pies se extiende un mar plateado sobre el que se engastan icebergs gigantescos. Hacia el interior, la mirada se pierde en un horizonte encrespado de glaciares y montañas. Y más allá, al sur, siempre al sur hasta que ya no es posible sino ir al norte, escudriño en el interior de mi cabeza para recordar el objetivo que me trajo por primera vez a la Antártida.
Once años atrás vine por primera vez en lo que iba a ser la travesía española inaugural al Polo Sur geográfico. Había logrado ensamblar un equipo excepcional formado por algunos compañeros de
Al filo de lo imposible y sobresalientes mandos de la Escuela Militar de Alta Montaña de Jaca. Era un gran proyecto de exploración, alpinismo y ciencia que habíamos planificado concienzudamente y que desarrollaríamos durante los tres meses siguientes en lugares muy distantes del continente helado. No estaba en mi mejor momento. Acabábamos de regresar de
la dramática escalada del K2, en la que habíamos perdido a nuestro amigo
Atxo Apellániz y otro, Juanjo San Sebastián, aún se encontraba convaleciente; pero cuando los compañeros de Jaca me propusieron hacer realidad este proyecto, no dudé. Quizá fuese una forma de cobardía, de huir de una realidad indeseada que nos había revelado nuestra fragilidad.
La embarcación con quilla de acero que llevó al equipo de 'Al filo de lo imposible' hasta la Antártida atravesando aguas granizadas. / SEBASTIÁN ÁLVARO
Y de esta forma embarcamos en otra gran aventura. Tras un aterrizaje de emergencia a bordo de un avión Hércules, dando tumbos en una improvisada pista de hielo, comenzó el trabajo duro. El 3 de diciembre de 1994, partiendo de la costa antártica, empezamos a arrastrar nuestros trineos de más de 150 kilos de peso con unas deleznables condiciones meteorológicas. No habíamos elegido el mejor día: temperatura de unos 25º bajo cero y vientos superiores a los 50 kilómetros por hora. La ventisca, siempre de cara, dificultaba cada movimiento. En pocos minutos ya tenía insensibles los dedos de los pies y era imposible parar aunque fuese para tomar resuello, pues en unos segundos el sudor se congelaba. Esto explica la envergadura que entrañan las travesías polares. Ese primer día apenas recorrimos once kilómetros en cinco horas de esfuerzo. El Polo Sur, ese punto teórico en el que, como escribió Olav Bjaland, uno de los compañeros de Amundsen, “rechina el eje terrestre”, se encontraba aún a más de mil kilómetros de distancia. Nunca como entonces nos sentimos corriendo tras un sueño.
La mejor preparación de los noruegos les hizo vencedores en aquella mítica carrera. Los británicos alcanzarían el polo 35 días después. Desmoralizados por la derrota, el capitán Scott y sus compañeros emprendieron un camino de regreso que terminaría con su muerte. “¡Dios mío, este es un lugar horrible!”. Esta frase, una de las últimas que logró escribir en su diario, refleja perfectamente lo que supone adentrarse en este desierto helado. Pero si tuviera que elegir solo una palabra para definir el último continente descubierto, sería extremo: sus temperaturas pueden alcanzar los 90º bajo cero; los vientos catabáticos llegan a superar los 250 kilómetros por hora; en sus mares tormentosos, los más temidos, flotan témpanos a la deriva tan grandes como islas, y sus cadenas montañosas son más largas que el Himalaya. Todo en la Antártida es desmesura. Adentrarse en su interior es la mejor de las aventuras. No hay mayor grandeza en el ser humano que reconocer su vulnerabilidad.
Mientras seis de nuestros compañeros continuaron arrastrando su pesada carga durante dos meses, el resto del equipo nos trasladamos a las montañas Ellsworth, donde ascendimos al monte Vinson, la montaña más alta del continente, así como otras montañas vírgenes que bautizamos con nombres españoles. Fueron unos días duros, pero muy gratificantes. Al día siguiente de que finalizásemos aquellas escaladas, nuestros compañeros avistaban por fin los irreales perfiles de la base científica norteamericana Amundsen-Scott. Habían alcanzado el punto de latitud 90º Sur, el lugar donde se cruzan todos los meridianos, donde son todas las horas a la vez, donde menos cuesta dar la vuelta al mundo o vivir un día y el único punto de la Tierra en el que solo se puede caminar hacia el norte. Un lugar legendario que puso en marcha a los mejores exploradores, geógrafos y aventureros desde finales del siglo XIX.
Y once años más tarde, otra travesía, esta vez transantártica, nos había devuelto al continente helado con un proyecto tan ambicioso como el que imaginara el explorador Ernest Shackleton, quien a principios del siglo XX se había propuesto realizar “la última de las grandes travesías terrestres” que quedaban por realizar en la Tierra: cruzar el continente de punta a punta pasando por el polo. Shackleton fracasó en aquel intento, aunque regresaría con todos sus hombres de vuelta a casa, lo que probablemente fue una gesta imposible de repetir hoy día. Nosotros recogimos su testigo y decidimos atravesar el continente antártico de costa a costa explorando su zona oriental, un espacio tan vasto y misterioso como la cara oculta de la Luna y donde se encuentra el Polo Sur de la Inaccesibilidad. Fieles al espíritu de los pioneros de aquella época heroica, nos impulsaba “la nostalgia de los hielos” y lo pretendíamos hacer de la forma más respetuosa con el lugar más puro de la Tierra, sin utilizar medios mecánicos ni ayudas exteriores. Era una apuesta extrema, ya que un rescate era casi imposible. Para lograrlo confiábamos en un vehículo que es una auténtica revolución: el catamarán polar. Ramón Larramendi ha dado forma a una vieja aspiración de los exploradores polares que durante más de un siglo habían intentado, sin éxito, ayudarse del viento. Simplificando un largo proceso, Ramón ha unido dos artilugios sencillos y muy eficientes: un trineo esquimal y una cometa como las que vemos evolucionar en nuestras playas. El resultado es un vehículo eficaz, sostenible y limpio que solo necesita la energía que sobra en la Antártida: el viento.
Este principio en apariencia tan sencillo requirió varios años de estudios, desarrollo, pruebas y fracasos; tantos, que hubo un momento en el que solo Ramón y yo creímos que pudiera ser un proyecto viable. Nada de lo que habíamos hecho antes se podía parecer a esta travesía por sus distancias enormes, vientos huracanados, frío extremo y soledad absoluta. Impulsados por el viento, Larramendi y sus dos compañeros, Ignacio Oficialdegui y Juanma Viu, fueron recorriendo durante dos meses los más de 4.300 kilómetros que les separaban de su destino logrando varios récords, entre ellos el de kilómetros recorridos en un día, alcanzar los dos polos de inaccesibilidad –definidos como los puntos más alejados de cualquier lugar de la costa y los más inaccesibles de la Antártida y del planeta– y la travesía más larga realizada hasta entonces sin medios mecánicos ni ayuda exterior. Pero habíamos hecho realidad el viejo sueño de Ernest Shackleton, uno de nuestros perdedores favoritos, uno de esos hombres que siempre dieron más importancia a la vida de sus compañeros que a su propia gloria. Habíamos resuelto uno de los últimos enigmas de la Tierra: la aventura aún es posible en este continente que representa el mundo del fin del mundo.
Si, como dice David Thoreau, “al mismo tiempo que ansiamos explorarlo y comprenderlo todo, necesitamos que todo sea misterioso e insondable”, la Antártida es el reducto de lo que un día fue un planeta salvaje, desconocido y misterioso. El mundo de antes y después del hombre. Once años después de aquella primera vez compruebo que este continente del hielo y las tormentas continúa siendo el último rincón de la exploración, de la ciencia y la aventura en nuestro planeta. Mientras nuestros amigos hacían realidad el sueño de Ernest Shackleton, nosotros escalábamos precisamente la montaña que lleva el nombre del ilustre explorador británico. Nos habíamos propuesto abrir una ruta nueva en una de las grandes montañas de la península Antártica. Su altitud, 1.465 metros, es modesta, pero su presencia es imponente. El acceso desde el mar resulta difícil y peligroso. Y su escalada siempre está rodeada de incertidumbre y peligro. Después de tribulaciones sin cuento zigzagueamos durante horas por el glaciar Wiggins buscando en el caos de grietas un camino para llegar a la base de la montaña. Mis compañeros más jóvenes se empeñan en escalar una difícil pared vertical de hielo que domina la vertiente sureste. Luego les vemos evolucionar, con el corazón en un puño, mientras progresan por una pared de hielo y la niebla va envolviendo la montaña. Tras doce horas de escalada lograron alcanzar la cima a las diez de la noche, casi al mismo tiempo que la niebla les bloqueaba el descenso. Pasaron una noche gélida, arrebujados, castañeteando los dientes y sentados en una repisa tallada en medio de la nieve a golpe de piolet. Después tuvieron que tomar una decisión que requería mucha sangre fría. Afortunadamente se encontraba José Carlos Tamayo, uno de los mejores y más experimentados alpinistas españoles, que supo tomar la acertada: destrepar esa terrorífica pared helada. Era sin duda una decisión que requería vencer el miedo, era la más difícil, pero, al tiempo, la única posible. Sin duda, mis amigos dieron pruebas de tener los nervios bien templados y tras diez horas de un durísimo y arriesgado descenso lograron llegar, cansados y congelados, al pie de la pared. La niebla no se había quitado ni lo haría en los siguientes días. Habían tomado la decisión acertada.
Doce días más tarde, cuando ya todo el trabajo estaba hecho, decidimos intentar la escalada del monte Wandell. Era el único objetivo que nos quedaba pendiente. Y no comenzamos bien porque, haciendo una travesía por unas lajas de piedras sueltas, Ester se cae unos siete metros. Todos tenemos muy vivo aún el recuerdo del grave accidente sufrido dos años antes en Guadalupe. Pero continuamos a pesar de todo. Escalamos por una zona muy descompuesta, donde pasamos mucho miedo, antes de terminar remontando una gran arista nevada. Al llegar a su punto más alto se abre a nuestros ojos una visión magnífica: un anfiteatro glaciar de una belleza cristalina y delicada, un lugar nunca pisado por los seres humanos. Es el alimentador de los inmensos glaciares que vomitan sus bloques de hielo sobre el canal Lemaire. Recuerdo la primera vez que pasé por el estrecho y desde la barandilla de un rompehielos ruso pensé lo hermoso que sería estar escalando en ese lugar. Cruzamos el anfiteatro glaciar y remontamos una pendiente de nieve que separa las dos torres principales del Wandell. Desde aquí ya no queda mucho hasta la cumbre. Pero deberemos darnos prisa porque las nubes amenazadoras comienzan a rodear la montaña y el viento gélido nos azota. Es en momentos así, igual que cuando empezamos la travesía al Polo Sur o en el estrecho de Drake, cuando recuerdo las palabras que escribió Cherry-Garrard: “Jamás he oído, sentido ni visto un viento como este. Me asombra que no arrastre la Tierra”.Cuando, 24 horas más tarde, estuvimos de nuevo a salvo en el barco, pensé: lo más importante para llegar al fin del mundo es rodearse de buena gente, de esa que tiene la cabeza sujeta con cables de acero. Ahora sí, nuestra aventura en la Antártida había tocado a su fin.
Y volvimos a pasarlo mal navegando de vuelta a casa. Pero ahora, desde el calor del hogar y echando la vista atrás, pienso que siempre he venido enriquecido de la Antártida, el único lugar de la Tierra donde la vida, los sueños y la realidad se confunden, porque allí la belleza y la soledad son infinitas y atraviesan la eternidad. Preservar la Antártida para nuestros hijos es el único compromiso consecuente. Necesitamos salvar el último rincón donde aún resiste la grandeza de nuestro planeta. El único lugar donde mirarnos dentro, porque allí, como dijeron los pioneros, aún puede percibirse “el alma desnuda del hombre”.
El País