Ventisquero del PN Queulat, un manchón blanco de hielo que surge en una hendidura de la montaña.
Crónica de una travesía a través de la Carretera Austral, la ruta que funciona como columna vertebral del norte de la Patagonia chilena. Desde la ciudad de Coyhaique a la diminuta isla de Raúl Marín Balmaceda, entre lagos y ríos, fiordos y glaciares colgantes.
“Soy parte del inventario”, dice y sonríe Sergio Manriquez, guardaparques del Parque Nacional Queulat, enclavado en la región de Aysén, punto central de la Carretera Austral, la vía que surca y conecta el norte de la indómita Patagonia chilena. Este hombre lleva casi 30 años custodiando las riquezas de este rincón enmarcado entre lagos, bosques, volcanes y picos nevados. Nada comparado con los miles de años que lleva “colgado” el glaciar que reposa en lo alto de la montaña, el Ventisquero del Queulat, un hito de la naturaleza que se descubre luego de atravesar un puente colgante, una morrena y andar por el bosque siempre verde, un sendero de coihues, tepas, lumas y arrayanes.
El ventisquero es un manchón blanco de hielos eternos en una hendidura en la montaña rocosa, que alimenta con una caída de agua hipnótica el lago Témpanos. Una postal que volveremos a ver días después, navegando al otro lado del parque, en el último tramo de esta travesía por la región de Aysén a través de la Carretera Austral, columna vertebral de este sector de la Patagonia trasandina bañada en fiordos.
La ruta sureña es la principal vía de transporte terrestre de la Región de Aysén, o XI Región chilena, y abarca unos 1200 kilómetros desde Puerto Montt hasta Villa O’Higgins, serpenteando entre bosques, ríos, cascadas, lagos, montañas y glaciares. Una ruta escénica que acerca al visitante a los rincones más espectaculares de la zona, pasando por pequeñas y pintorescas localidades y surcando paisajes exclusivos, típicos de la Patagonia. Un viaje ideal para hacer tanto en auto como en bicicleta.
Paso a caballo en Las Araucarias, al paso y al trote hasta la costa del río Ibáñez.
HERENCIA TEUTONA Iniciamos la travesía por el tramo sur de la carretera, arrancando en la ciudad de Coyhaique, para viajar 225 kilómetros con rumbo noroeste hacia Puyuhuapi, adonde llegamos a la hora del almuerzo. Este pequeño poblado de 700 habitantes a orillas del canal Puyuhuapi, que tiene wifi abierto en la plaza pública, parece un pueblo fantasma un día cualquiera de diciembre, pero en enero y febrero está lleno de viajeros.
El pueblo creció hace unos sesenta años con la llegada de los colonos alemanes, quienes dejaron su marca indeleble en la arquitectura y la gastronomía. Un sello que se fusiona con las costumbres locales más antiguas de los chonos, habitantes primigenios de la región, canoeros, marisqueros y cazadores de lobos marinos, animales cuya piel utilizaban para vestirse.
Para el almuerzo nos esperan en el Café Rossbach con un tremendo salmón, típico de estas aguas donde proliferan las salmoneras que convirtieron a la región en la segunda productora mundial de este codiciado y sabroso pescado, detrás de Noruega. Lo acompañamos de cerveza artesanal y local Hoperditzel, y para el postre una selva negra, el toque alemán. Frente al café está la refinada y renombrada fábrica de tapetes Alfombras Puyuhuapi, de los mismos dueños que elaboran la cerveza. Un trabajo manual y puntilloso, que realizan sólo por pedido.
Puyuhuapi es el eje para conocer el Parque Nacional Queulat, que además del glaciar tiene otros rincones preciosos, como el Bosque Encantado. En este pueblo hay una buena variedad de alojamientos y un par de operadores que organizan excursiones al parque y alrededores. Bicicletas, travesías en kayak y navegaciones por el fiordo, caminatas y pesca con mosca.
En las afueras, a orillas del lago Risopatrón, está el ecocamping Arrayanes. Marcelo Arros, un joven veterinario de Santiago, es el dueño y hacedor de este paraje agreste. Llegó de la capital hace cinco años junto con su mujer y arrendó esta propiedad que abre de diciembre a Semana Santa, un camping con todas las comodidades, quinchos y parrillas en cada parcela. El resto del año, se gana la vida como veterinario.
Marcelo nos guía hacia una fantástica caverna, descubierta recientemente, a la que vienen espeleólogos de todo el mundo. El trayecto es por un sendero marcado en medio de un bosque de lumas, tepas, laureles y canelos, árbol sagrado para los mapuches. “Lo ocupan para cocinar, para hacer fuego”, asegura Marcelo mientras nos abrimos paso hacia la cueva volcánica a la que hay que entrar agachados, pisando firme y con mucha precaución, por posibles derrumbes. Caminamos a tientas detrás de nuestro guía. A medida que entramos la humedad se va haciendo más espesa y la oscuridad se vuelve absoluta. Diez minutos después, se hace la luz y desandamos camino rumbo al camping para descansar a la vera del Risopatrón y seguir viaje a Las Juntas, para pernoctar allí.
Puerto Cisne, la meta después de seis horas de navegación por el Golfo del Corcovado.
LA ISLA ESCONDIDA Dicen que Raúl Marín Balmaceda es el lugar más antiguo de la región, fundado en 1898. Como no hay pruebas fehacientes, la localidad de Balmaceda, fundada en 1904, figura oficialmente como la más antigua. “Están trabajando para fortalecer esa parte de la historia que no está escrita –explica Sebastián Barceló, guía de la Secretaría de Turismo de Aysén–. La historia de ellos está ligada a la isla de Chiloé, de allí vinieron los primeros pobladores. Y parte de la historia de aquí está ligada a los chonos, los canoeros que habitaron estas zonas. Marín es el pueblo más antiguo, tiene 125 años, son tres o cuatro generaciones.”
Jonathan Hechenleitner trabaja mucho en pos de que su pueblo sea reconocido como el primero de la región, y de muchas cuestiones más que hacen al desarrollo turístico sustentable de esta pequeña isla. Es bisnieto de un colono de origen alemán llegado de Frutillar en 1951, el primero de la familia nacido en territorio chileno. “Yo creo que debe de haber venido porque él era el primero de la familia nacido en Chile. Siempre se habla de la colonización y los esfuerzos en las familias alemanas, pero en realidad hay una generación que ya no vivió en primera persona la aventura de la inmigración”, ensaya buscando una explicación a la razón que motivó a su bisabuelo a instalarse en la islita donde por entonces no había prácticamente nada.
“Nosotros nos hemos ido formando con rasgos culturales de muchas partes, y eso nos da una riqueza de identidad que aún no tiene nombre. Estamos recolectando esa información. Esto no es una sola cultura, un solo rasgo, sino una mezcla de varias culturas que genera nuestra propia identidad”, se explaya el joven, al recibirnos en la puerta de su alojamiento mate en mano.
Jonathan es muy activo, inquieto y entusiasta. Estudió bioquímica en Santiago, pero siempre supo que su lugar en el mundo era aquí. Además de ser el principal impulsor del turismo en la isla, presidente de la Junta de Vecinos, activista de la organización Patagonia sin Represas, dueño de la Hostería Valle del Palena, tiene un emprendimiento familiar de conservas de mariscos y pescados. “Nos criamos arriba de los botes, una idiosincrasia de pesca, de mar.” Además, está incursionando en la elaboración de cerveza artesanal.
Jonathan nos lleva a recorrer la isla, que tiene trescientos habitantes y se encuentra en la desembocadura del río Palena, en el Golfo del Corcovado, frente a Punta Guala, que marca el límite con la décima región. Caminamos hacia la playa, pasando por la escuela y el nuevo muelle que están construyendo para que puedan fondear embarcaciones más grandes.
Por la tarde nos guía orgulloso a través del sendero interpretativo que armaron entre toda la comunidad. En realidad son dos, que recorreremos de un tirón, un tirón largo de casi tres horas entrando por el bosque y saliendo por dunas. “Lo generamos a través de un proyecto comunitario, como forma de conservar el bosque y para que la gente se acostumbre a pasear por aquí y no se deje llevar por las nuevas tecnologías.” En el medio del sendero hay un parador con paneles informativos de las especies animales y vegetales que habitan el bosque.
“Esto es parte de lo bonito de Marín, estás en un pueblo de casas dispersas en medio del bosque, es algo que le da una mística especial. Cuando la gente pasa por aquí en barco, no ven las casas y se preguntan si hay gente viviendo aquí.”
Un día después vamos hacia Puerto Cisne, navegando durante seis horas por el Golfo del Corcovado. Pasamos por una pequeña colonia de lobos marinos y pingüinos, con una panorámica fantástica del volcán Melimoyu (“cuatro tetas” o “cuatro puntas”). Paramos en el pueblo de Melimoyu, que tiene una decena de casas y pobladores nomá, y en una isla con vestigios arqueológicos de los chonos. Llegamos al atardecer a Puerto Cisne, para seguir por la ruta austral rumbo a Coyhaique.
Don Felidor, gauchazo hospitalario y experto en asar corderos en la zona de Cerro Castillo.
Los pagos de don FelidorPartimos a media mañana hacia Villa Cerro Castillo, un pueblito de casas pequeñas y coloridas, ubicado a unos cien kilómetros de la ciudad. En el camino, el chofer detecta unos cóndores volando bajito. Nos detenemos a observarlos. Más allá, en una pampita de pasturas verdes, como las que se ven en gran parte de la carretera, un pastor arrea su rebaño de ovejas.
Villa Cerro Castillo tiene una población de unas 400 personas, pero muchas se fueron yendo en los últimos años. “Se dedican a la venta de ganado. Antes tenían quinientos animales, pero ahora tienen cuarenta ovejas y no les alcanza para vivir –explica Sebastián Barceló–. Lo que pasa es que las grandes ciudades como Coyhaique crecieron mucho, y la gente se traslada hacia allá en busca de trabajo.”
Pero don Felidor Sandoval, gauchazo, hombre de campo si los hay, eligió quedarse y optó por el turismo. El tipo, fanático y campeón de rodeo, lleva ocho temporadas con su emprendimiento turístico Las Araucarias, un campo donde recibe a los viajeros, hace un cordero al asador tierno y delicioso, organiza cabalgatas y trekkings, y tiene un par de domos para que los visitantes pernocten. “Antes me dedicaba al campo, y de a poquito empezamos con las excursiones al Cerro Castillo”, cuenta, mientras condimenta y humedece el cordero con una vinagreta casera. “Es un cordero de temporada, tiene tres, cuatro meses. Y es blandito, no como los que comen por allá, al otro lado de la cordillera, que se alimentan de puro coirón, pasto duro. Acá los pastos son blandos”, bromea e invita con una cerveza artesanal.
Enseguida nos acoplamos a un grupo de jóvenes israelíes para una cabalgata hasta la costa del río Ibáñez. Felidor, ávido jinete, tiene una veintena de caballos mansos, ideales para que cualquiera que monte por primera vez pueda dominar, aunque sea en un breve paseo. La mejor excursión, dice, es la que va hasta el cerro, mitad a caballo, mitad a pie, hasta llegar a un glaciar y un mirador panorámico. Esta vez no podrá ser, porque manda el tiempo y hay que volver, pero es un regreso con la promesa de que habrá una segunda oportunidad para seguir explorando Aysén.
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