El autor, Federico Bianchini, durante su viaje a la Antártida. FOTO EMILIANO DEPINO//NY TIMES//TEXCOCO PHOTO
En febrero de 2014, Federico Bianchini viajó a la Antártida para hacer una crónica sobre el trabajo científico en la base Doctor Alejandro Carlini. Fue inicialmente por 10 días, pero debido a la furia del viento y las tormentas de nieve, el avión que debía llevarlo de regreso a Buenos Aires no pudo aterrizar y Bianchini se quedó un mes encerrado en el continente helado. Recorrió glaciares, ayudó a hacer censos de animales y a sacarle sangre a los pingüinos. Regresó con 48 horas de entrevistas a los científicos y militares de la base argentina. El resultado de ese viaje es “Antártida: 25 días encerrado en el hielo”, un libro que ganó la beca Michael Jacobs de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano y que la editorial Tusquets publicará este mes en América Latina. Este es un fragmento adaptado de ese libro.
NUEVA YORK.- (Texcoco Press).- A las ocho y diez de la noche, el biólogo se prepara para salir por la puerta del alojamiento nuevo que da al norte. Aunque todavía faltan 20 minutos para la cena, quiere ver un poco de televisión, charlar con los cocineros. Afuera, el viento acecha furioso: oriental, catabático u occidental, arremete desesperado. El biólogo se pone las botas, la campera y el gorro. Mueve la palanca que traba la puerta. Intenta salir. Sale. El alojamiento principal, donde está el comedor, queda a la derecha: a unos 150 metros por lo menos. El hielo resbaladizo y la fuerza lateral hacen que se desplace hacia la izquierda. Y el biólogo regresa: a ver si por la puerta que da al este hay menos viento, o si consigue a alguien que lo acompañe.
“Viento estancado.
Arriba el sol.
Abajo las algas temblorosas”, escribió alguna vez Federico García Lorca.
Aquí, en las Shetland del Sur, el viento se estanca sucesivo y puntual. Tan violento que en días de ráfagas continuas, si uno abre los brazos e inclina el cuerpo hacia atrás, no cae; apoyado sobre los talones, queda suspendido. Por esa fuerza animal, durante unos segundos, siente que está flotando.
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Debido a la forma en que aúllan, a los vientos que giran cerca del paralelo 60, que delimita el continente antártico, los llaman los bramadores 60 o shrieking sixties.
Se mueven de oeste a este en ese círculo, una especie de franja, un anillo de baja presión que se genera por el movimiento de la atmósfera a escala planetaria. Y si bien pasa algo parecido en el Polo Norte, allí la masa continental los interrumpe, los disipa, los enfrenta hasta callarlos. Aquí, océano puro, la circulación es mucho más libre: por efecto de la rotación de la Tierra se desvían, se aceleran, no se detienen.
Culpables de olas de más de diez metros de alto en el estrecho de Drake, tienen fama de ser más poderosos que los que soplan alrededor del paralelo 40 (los rugientes 40 o roaring forties al sur de Oceanía) y de los que circulan próximos al paralelo 50 (los furiosos 50 o furious fifties al sur de Argentina, Chile y Nueva Zelanda).
En 1520, Fernando de Magallanes sintió su fuerza en la barba hirsuta. Luego, por cientos de años, marinos de todos los continentes han repetido la frase: “Debajo de los 40 grados, no hay ley. Debajo de los 50, no hay Dios. Debajo de los 60, al agua la agita el Diablo”.
Incansables, estos vientos que pueden llegar a los 320 kilómetros por hora funcionan como una barrera que aísla el continente antártico: encierran el frío y lo recorren.
Hay vientos que soplan del oeste y traen masas de aire húmedas y relativamente cálidas. Hay vientos que soplan del este, que vienen del mar de Weddell, más secos, más fríos. Hay vientos blancos. Hay vientos que no tienen color.
También hay otros, llamados catabáticos: se producen cuando el aire cercano a la superficie se enfría y, como si resbalara, desciende siguiendo las pendientes. A medida que circulan, se hacen más gélidos, más densos, más veloces.
Cuando no encuentran obstáculos a su paso, los vientos no suenan. Se mantienen en silencio. Pero al rozar con la aspereza de las rocas húmedas, la suavidad del liquen, el laboratorio argentino, la nieve, el cerro Tres Hermanos, las plumas de un skúa o el lomo de un elefante marino, surge un silbido constante. El viento ulula incansable.
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En la base Doctor Alejandro Carlini, dos hombres miden el viento. Uno es alto y tiene barba, el otro es más bajo: la cabeza rapada. Hablan poco. Quizás acostumbrados por su trabajo, que requiere paciencia y temple. O, tal vez, elegidos para hacerlo por su condición apacible. ¿Quién podría decir si dentro de ellos no se agitan demonios? Sin embargo, parecen adaptarse a lo que sucede a su alrededor sin alterarse demasiado.
Trabajan en turnos. Durante todo el año, sin importar la cantidad de luz que envuelva la base, uno cubre las primeras doce horas del día, el otro las siguientes. Permanecen en una habitación junto a un barómetro, que registra la presión momento a momento, y un barógrafo, que asienta la variación en una hoja cuadriculada (una especie de electrocardiograma de la presión antártica, que suele ser baja y muy cambiante: en la base Carlini, la normal es de 994 hectopascales). A fin de mes, las hojas se ponen en un sobre y, cuando se puede, se mandan a Buenos Aires.
Cada tres horas, aunque llueva o haya un viento que lastima, se ponen el buzo, la campera, las botas, los guantes y el gorro, salen de la habitación de meteorología y caminan unos 30 metros hacia donde está la zona de medición, una especie de casita de pájaros con la bandera argentina. Allí hay termómetros y un pluviómetro: un aparato que mide la cantidad de agua caída.
A unos metros, un heliógrafo mide las horas en las que el sol alumbra: instrumento particular y hermoso, quedaría bien como adorno de biblioteca. Tiene una esfera de cristal que funciona como lupa, sostenida por una estructura metálica. Debajo de ella, una faja de papel con forma de medialuna, y de distintas medidas. Una más larga para el verano. Otra, mediana, para cuando los días se abrevian. Y una última, la más corta, para cuando la oscuridad cubre la base. Sobre el papel están marcadas las horas desde las 6 hasta las 18. Como puede haber más de doce horas de sol, se colocan dos. Cuando no hay nubes y el sol brilla sobre el hielo, el papel se quema.
Si trabajan de noche, no almuerzan, se levantan alrededor del mediodía. Entre salida y salida, descansan, pero tampoco tienen mucho tiempo. Hay que bajar los datos, organizar las planillas.
Cada vez que el avión Hércules está por acercarse a la Antártida, el hombre de barba o el de cabeza rapada reciben un mensaje de la base Marambio: “Empecemos a hacer horario”. Cuando hay un vuelo, se necesitan datos mucho más precisos. Y el tiempo entre una emisión de datos y la siguiente se reduce: cada 60 minutos, uno u otro debe abrigarse, salir y revisar los termómetros, el pluviómetro, el heliógrafo, volver y pasar esos datos a un código numérico, complejo y de lectura internacional que se manda a la base Marambio. Desde allí, la información se retransmite a Buenos Aires, donde se programan las salidas y las entradas del Hércules a la Antártida. En la computadora, el hombre de barba o el de la cabeza rapada tipean:
“SMYJ91 SAYJ 241800
AAXX24184
24184 89053 32362 82727 10022 20006 30021 40035 57021 8667/333 56609 83708 85615 85556 92447 94079 94476 98562 555 10034 52735”.
Traducido significa que en una hora principal (SM), desde la base que hasta hace unos años se llamaba Jubany y hoy es Doctor Alejandro Carlini (YJ: el cambio de nombre todavía no ha sido registrado por los sistemas internacionales de codificación), por el canal de comunicación se emitirá un mensaje que va a dar cuenta de la cantidad de nubes, el tipo, los grupos y la altura; la velocidad y la dirección del viento, si hay ráfagas; el punto de rocío; la presión; la tensión de vapor y la humedad; el estado del mar en la caleta y la visibilidad que hubo el 24 de febrero a las tres de la tarde de Argentina (hora de Greenwich: las 18) en la estación. Por ejemplo: 92447 indica que el pedacito de mar que ocupa la caleta (24) tiene el agua agitada (4), con una visibilidad de 12 kilómetros (7). Y 94079 señala que la nube más baja que hay es una stratus pero que va cambiando muy rápido. Mientras que el 94476 (claramente) se refiere a la misma nube. Agrega un dato: está viniendo del oeste.
La cena, luego de un día quieto, es multitudinaria. A medida que llegan al restaurante, científicos y militares hacen fila con un plato en la mano. Uno le pregunta a otro si sabe en qué anda su mujer y varios se ríen. Al otro lado de la barra, el cocinero, su segundo y los ayudantes sirven la comida. Hay fideos con boloñesa. Un comensal pide que le den más salsa. Otro se queja de que no le tocó ninguna albóndiga. El cocinero le dice que si vuelve a protestar la próxima vez le toca sin fideos. Una bióloga, vegetariana, dice que los prefiere con manteca y queso. Mientras algunos caminan hacia las mesas con sus platos rebosantes, otros se acercan por segunda vez a la cocina para repetir. De pie, uno de los informáticos de la base pide atención.
—¡Acuérdense de que hoy, viernes, hay cine!
Varios aplauden.
—¿Qué película?— grita uno, pero la pregunta se pierde en la superposición de sonidos: ruido de cubiertos contra platos, el relato de un partido que están pasando en la televisión, las voces y las risas.
El 11 de abril de 2005 se inauguró en Carlini la Sala del Bicentenario: con 53 butacas, es la primera sala cinematográfica del continente antártico.
Después de la cena, la base va al cine: detrás del alojamiento nuevo, en la misma construcción donde funciona el gimnasio, hay una sala como cualquier otra sala de cine, solo que aislada del mundo. Al entrar, todos dejan los abrigos y las botas. Luego de pasar la puerta, en una especie de barra, un buzo arma los conos de papel, otro los llena de pochoclo (palomitas de maíz) y los reparte. A veces, el azúcar se enquista y los pochoclos tienen el tamaño de la mano de un bebé. O quedan maíces sin explotar, durísimos. Pero no hay quejas porque allí, durante dos horas, nadie se acuerda del frío, de la nieve ni del viento: por un rato, uno se olvida de que está lejos de todo, de que no puede volver o de que extraña.
Es tarde cuando termina la última película del director italiano Giuseppe Tornatore que todavía no se estrenó en los cines de Buenos Aires. Alguien enciende las luces, uno se despereza, otro se refriega los ojos: demasiada luz de golpe. Alguien pregunta cuál era el título de la película. Ninguno se acuerda. ¿Alguien se fijó? ¿Importa? En un silencio respetuoso, vamos a buscar los abrigos, las botas que quedaron en la antecámara.
—¿Todos listos? —grita un biólogo.
Alguien dice que sí y el primero mueve la manija, la puerta se abre y el viento irrumpe. La puerta golpea. Durante unos segundos, nadie sale. Lo haremos después de las risas ¿incómodas? sobre el comentario de alguien que dice:
—Me había olvidado de que estábamos en el infierno.
NY TIMES/FEDERICO BIANCHINI
AlianzaTEX
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