lunes, 19 de septiembre de 2016

PATAGONIA. Cumbres borrascosas. PARQUE NACIONAL TORRES DEL PAINE

Vista hacia las Torres del Paine desde la piscina interna de Tierra Patagonia, junto al límite del Parque Nacional.

El macizo montañoso que se levanta en la Patagonia chilena está considerado como “la octava maravilla del mundo”. Picos de granito, lagos de un resplandeciente color turquesa, cascadas, glaciares y témpanos modelan un paisaje extremo donde la gran aventura consiste en llegar a pie a la base misma de las tres torres.

Son las siete de la mañana y el día que apenas se levanta en el extremo sur chileno empieza a poner en el cielo los colores de un sol que sale por el este y de rebote ilumina mágicamente el macizo montañoso situado del lado opuesto. El cordón de Torres del Paine hace honor a su fama: una corona de nubes se cierne sobre sus picos más emblemáticos –las tres torres, el Almirante Nieto y los Cuernos del Paine son los que mejor se ven desde el ventanal privilegiado del hotel Tierra Patagonia, en el límite mismo del Parque Nacional– y les confiere un aire épico, desafiante. Esta no es cualquier tierra: es una tierra extrema. Es Patagonia, donde en un solo día se viven las cuatro estaciones y las distancias no se miden en kilómetros, sino en cientos de kilómetros; no en horas, sino en días.

La arquitectura del hotel, realizado en materiales naturales, tiene continuidad en el paisaje.

LEJOS DE TODO Apenas entramos nos recibe el cálido aroma de la madera de lenga. Es el material principal con que fue construido el hotel, un milagro arquitectónico totalmente mimetizado con el ambiente: desde donde se lo mire, sus suaves ondulaciones apenas sobresalen en el relieve ocre de la estepa. ¿Qué tenemos alrededor? Tierra Patagonia y nada más. Torres del Paine está lejos de todo: hemos venido cruzando la frontera desde El Calafate, con una travesía de cinco horas; y la ciudad más próxima es Puerto Natales, a una hora y media de viaje.
Estamos situados frente el lago Sarmiento, uno de los que conforman la cuenca lacustre del Torres del Paine junto con el Grey, el Nordenskjöld, el Pehoé y el Toro, listos para iniciar la excursión imprescindible en este Parque Nacional: el trekking a Base Torres, que el listado de propuestas de Tierra Patagonia cataloga como de dificultad “alta” –sobre todo porque suma 18 kilómetros entre ida y vuelta, con un ascenso exigente al final– pero que tienta porque implica llegar al corazón mismo del impactante macizo montañoso. “Si tuvieras un solo día, esta es la caminata imprescindible”, asegura Basilio Reinike, a cargo del equipo de guías que cada día salen con los pasajeros del hotel para diferentes caminatas de variada duración y dificultad.
La previsión habla de entre siete y ocho horas, saliendo “con puntualidad patagónica” a las nueve de la mañana. Con agua en la cantimplora, zapatos de trekking bien ajustados y una mochila con lo necesario para el día, ponemos rumbo a la aventura, que comienza con un traslado de 45 minutos hasta el estacionamiento del hotel Las Torres. Allí nos despedimos del vehículo y empieza la caminata propiamente dicha. “La primera es la parte más comepiernas, pero todos pueden llegar hasta la base. He llevado gente de hasta 82 años”, asegura Nacho Ríos Villablanca, que hoy será el encargado de guiarnos, alentarnos, contarnos anécdotas y expresiones chilenas, pero también de contenernos en los tramos en que juraríamos que nuestros pies no son capaces dar ni un paso más.
“Los guías siempre dicen que se puede, pero las personas comunes no estamos tan seguras”, replicamos, medio en serio medio en broma, a la hora de partir. Pero es Nacho, que se toma el desafío en serio, quien ganará la batalla al final del día: todo su grupo habrá completado el trekking, no sin cierto sentimiento de superheroísmo por haber logrado lo que parecía impensable.
Base Torres, destino de un trekking de 18 kilómetros que atraviesa el macizo entre bosques de lengas y morrenas.
HACIA LA BASE El primer tramo nos lleva hacia el Campamento Chileno, a cuatro kilómetros del punto de partida. Esta primera parte implica un ascenso no muy empinado pero sí constante, bordeando el río Ascencio hasta el Paso de los Vientos. Forma parte del célebre Circuito W, que en total abarca 71 kilómetros y atraviesa las principales maravillas naturales en un itinerario que va y vuelve dibujando virtualmente esa forma característica. A nuestras espaldas dejamos la vista escalonada de la laguna Verde, el lago Sarmiento y el Nordenskjöld; hacia adelante descubrimos, mientras la vista se pierde sin fin entre precipicios y acantilados, la fuerza de unas ráfagas que amenazan con hacernos perder el equilibrio si no caminamos con firmeza apoyados en bastones de marcha.
La segunda etapa, después de reponer fuerzas en el Campamento Chileno, abarca otros cuatro kilómetros hasta el Camping Torres. La estimación habla de una hora y media, pero en realidad cada uno impondrá su propio ritmo de marcha: adelante y atrás del grupo siempre habrá un guía para indicar posibles dificultades, ubicar a los caminantes en el sendero –en realidad es casi imposible perderse gracias a una excelente pero discreta señalización– e interpretar el paisaje, que aquí adquiere grandeza geológica.
Queda a la vista la complejidad de la formación del macizo: a primera vista, se diría que una mano gigantesca tomó un puñado de rocas de distinta conformación y en un solo apretón las modeló como si fueran de plastilina, dejando en carne viva los pliegues, fracturas e intrusiones graníticas que se extienden a nuestro alrededor. La realidad es un poco más compleja. “A partir de los colores –explica Nacho mientras hacemos un alto para observar la grandiosidad del paisaje– se puede comprender que hay varios tipos de roca, las plutónicas –es decir el granito, que es más claro y tiene cristales visibles, como en el conjunto de las tres Torres– y las sedimentarias, más oscuras y conocidas como arcillolita por su composición de arcilla. Estas son las que se distinguen claramente, por ejemplo, en la cima de los Cuernos del Paine”. Una intrusión de magma sobre formaciones existentes, hace unos 12 millones de años, diseñó la base del paisaje actual. Los glaciares, el viento y el agua hicieron el resto.
Mientras tanto, el bosque de lengas que fue nuestro compañero y el refugio de las aves –escuchamos y vemos pájaros carpinteros, rayaditos, zorzales, tordos, comesebos y chingolos– llega a su fin. Estamos a punto de iniciar el tercer tramo del trekking, el final, que va del Campamento Torres a la laguna situada en la base de las Torres del Paine. Ya las hemos divisado, entre la bruma que va y viene en un día de clima muy inestable: pero la gran recompensa de esta travesía es precisamente llegar hasta el pie de estas columnas de granito que se dirían inconquistables.
MORRENA Y TORRES No queda más que un kilómetro. “Keep going”, alientan los que ya vuelven. “Almost there”, agregan con una sonrisa los que vienen un poco más adelante con los ojos llenos de paisaje. En todo caso, el ánimo desinteresado de los compañeros de travesía es necesario, porque el último tramo es un ascenso empinado por un sector de morrena –pura piedra suelta– que no permite ver lo que hay del otro lado y parece no terminar nunca. El viento sopla más fuerte y una bruma inquietante se instala sobre la montaña. Pero ya estamos: unos pasos más por las piedras, un bosquecito, otras piedras... y aparecen mágicamente las Torres del Paine, erguidas e imponentes, solemnes y monumentales, sobre una laguna helada que pone un espejo turquesa a los pies de un cielo de pizarra gris.
Aunque caminamos desde hace horas, hay fuerza para algunos pasos más, para llegar hasta el borde mismo de la laguna y retratarlas, retratarnos, con un insuperable sentimiento de hazaña. Un rayo de sol quiere asomar, pero se retira intimidado por los vientos y las nubes. Bajo un alero de piedra se improvisa el almuerzo, frente al abrazo masivo de las torres. Y finalmente no queda más remedio que volver sobre nuestros pasos: como si no lo quisiera, la naturaleza nos despide con una ola de rágafas que traen nieve y aguanieve desde lo más profundo de los valles. Las cumbres borrascosas del Paine –un nombre que significa azul y que, contradiciendo a Emily Brontë, “no traduce bien los rigores que allí desencadena el viento cuando hay tempestad”– nos dicen adiós.
Los guanacos, solitarios o en manada, son una presencia frecuente en los caminos internos del parque.
EN BAJADA La nieve y el viento cesan poco después de dar la espalda a las torres. “Esto es Patagonia. Las cuatro estaciones en el mismo día”, sintetiza Nacho mientras desandamos el camino, esta vez mayormente en descenso: la morrena, el bosque, los refugios, el Paso de los Vientos. Se dice rápido y se hace despacio, porque el paisaje otra vez parece nuevo e invita a detenerse, descansar, sacar fotos, disfrutarlo. Nuestros custodios son las montañas del Paine que vamos dejando atrás: la Torre Sur o De Agostini, que recuerda al salesiano explorador de la Patagonia; la Torre Norte o Monzino, por el nombre del conde italiano que donó tierras para ampliar el Parque Nacional; la Torre Central escalada por primera vez por un grupo británico en 1963. Junto con el Paine Grande y el Almirante Nieto, son las cumbres principales del macizo, entre los 2600 y los 3000 metros.
Pasa un kilómetro y pasa otro, casi sin darnos cuenta, a la vez que nuestro guía relata sobre el comportamiento de los guanacos (hemos visto a sus “centinelas” en el camino, apartados de la manada y siempre vigilantes), el majestuoso vuelo de los cóndores y los temibles pumas, que aquí tienen gran tamaño y causan temor entre los rebaños de ovejas. La tarde avanza y se hace noche, pero ya falta menos: a lo lejos aparecen las primeras luces de nuestro destino. El último tramo lo hacemos con linternas y bajo la lluvia, pero ¿quién nos quita lo caminado?
Cabalgata por la estancia El Lazo, atravesando bosque, montaña y arroyitos helados.
SABOR PATAGONICO La estadía ofrece muchas más opciones para adentrarse en estos paisajes extremos, pero recompensa el esfuerzo con un festival de sabores australes que conforman una parte imperdible de la experiencia. Por un lado en la mesa misma del hotel, donde el chef Alvaro Covarrubias hace auténticos milagros en la combinación y refinamiento de sus platos: el menú de cada día incluirá una opción de carnes rojas o aves (ternera, guanaco cordero o pollo), pescado (merluza austral, congrio, salmón) y una alternativa vegetariana, completando el conjunto con postres y helados cinco estrellas. Un auténtico desafío en una región tan remota, donde la logística y la disponibilidad de los productos imponen sabiduría e ingenio en la elaboración. Pero hay otras alternativas, y nos reservamos el último día para descubrirla.
Esta vez, el sol brilla cuando salimos para una cabalgata en la Estancia El Lazo, a unos 45 minutos del hotel en el sector de Laguna Verde. El establecimiento, en parte limítrofe con tierras argentinas, se dedica a la cría de vacas, caballos y ovejas. Allí nos está esperando un grupo de gauchos con los caballos ya ensillados –mansos y tranquilos, ideales para jinetes de poca experiencia– para salir a recorrer estas tierras fronterizas con el Parque Nacional. Se forman grupos para 14 personas como máximo, siempre acompañadas por un gaucho y un guía: y así a lo largo de una hora y media, al paso y al trote, se abren ante nuestra vista miradores hacia el macizo del Paine y atravesamos bosques donde se oye el toc-toc repetitivo de los pájaros carpinteros.
Al terminar, pasado el mediodía, el administrador don Jorge Portales ya tiene listo frente al puesto un cordero asado lentamente con la maestría que dan la experiencia y los años. Este asado –explican en Tierra Patagonia– se hace a pedido y no tiene costo extra, pero requiere que un mínimo de doce comensales se sumen a la propuesta. Un número que no parece difícil de alcanzar...
Y así, el broche de oro a Torres del Paine se lo ponen primero una “choritorta” de chorizo en sopaipilla con pebre, y luego un cordero de sabor inolvidable. Un telón de lujo para un viaje de pura experiencia.
Graciela Cutuli
Página|12

No hay comentarios: