"Me sentí como el último hombre del mundo". Literalmente, porque cruzó toda América a contrarreloj y en silencio. Hasta cogió un vuelo siendo el único pasajero
Solo se hablaba de coronavirus en China cuando Pete McBride, fotógrafo estadounidense de National Geographic, cogió un barco dirección a las Islas Malvinas. Era la primera parada de su viaje a la Antártida, en el cual iba a convivir durante semanas con 200.000 pingüinos, para retratar su estilo de vida. Iba a seguir los pasos de Ernest Shackleton, uno de los primeros exploradores del continente, una ruta difícil y durante la cual iba a estar incomunicado del mundo exterior. "Pensaba que el pico de contagios se daría mientras tanto y que cuando volviéramos ya habría pasado todo", cuenta en un artículo.
Sin embargo, cuando volvió a llegar a puerto, le dijeron, para su incredulidad, que suerte que habían llegado a tiempo porque empezaba una carrera a contrarreloj: el coronavirus se había escampado por todo el mundo y había llegado hasta Latinoamérica. Empezaba el confinamiento y estaban cerrando fronteras y puertos por el miedo a que el COVID-19 llegase a sus fronteras, así que tenían que ir rápido si quería llegar a su casa, en Basalt (Colorado, EE.UU.). "Pensé en la ironía de uno de los principales retos de Shackleton fuese el aislamiento y ahora todos los países del mundo lo estuviéramos buscando".
McBride no se imaginaba lo grande que era la pandemia. De hecho, no se lo creía hasta que salió del continente helado. Abandonó el mundo con noticias sobre un misterioso virus y llegó con un capitán de barco histérico porque "tendrían que hacer una ruta demasiado larga", ya que los puertos antárticos argentinos y chilenos estaban inoperativos: ambos países habían cerrado los puertos para evitar el virus. Por suerte para él, las Malvinas, controladas por Reino Unido, todavía no habían cesado los puertos, así que lo dejarían ahí y cogería varios vuelos comerciales hasta su casa.
La ruta no iba a ser rápida, tampoco. Tenía que viajar desde las Malvinas hasta hasta Sao Paulo, luego a Chicago y, finalmente, otro vuelo hasta Basalt. En cuanto llegó al aeropuerto se dio cuenta de la magnitud del virus: estaba vacío y se topó con "una fiebre de mascarillas y personas limpiándose las manos de forma casi enfermiza". Él no iba preparado y sintió que estaba en medio del fin del mundo, ya que no había visto la evolución del virus, simplemente se topó con toda la histeria.
Los vuelos hacia Brasil y Chicago parecían una olla de paranoicos que huían hacia sus hogares en pleno brote zombi, mirando a sus compañeros de vuelo como si fuesen bombas bacteriológicas. Él no daba crédito a cómo podía haber cambiado tan de golpe toda la psicología humana, que ahora solo tenía una preocupación: protegerse de aquellos que los iban a contagiar.
Estaba esperando en Chicago para coger su último vuelo hacia Basalt. En cuanto lo llamaron para embarcar, no tuvo que hacer cola. Llegó al mostrador y le dijeron: "eres el único pasajero. Disfruta". Se quedó de piedra, se sentía como el último hombre de la humanidad. Una vez a bordo, los azafatos, que tenían que coger el vuelo estuviera ocupado o no por exigencias de la compañía, le dijeron que hiciera lo que quisiera: "puedes ir a primera clase si quieres", le recomendaron. "Me dieron snacks infinitos, juguetes para niños y nos tomamos selfies", recuerda en el artículo.
Tras ese loco viaje, sintiéndose el superviviente de la masacre de media humanidad, llegó a su ciudad. Y la sensación de estar solo en el mundo se reforzó todavía más. "Cuando me fui de mi hogar, el mundo estaba ocupado con su prisa habitual. Estaba muy contento porque tenía ganas de la tranquilidad antártica", recuerda. Había negocios abiertos, niños jugando en la calle, música, televisores, ruido, coches... Cuando llegó, la ciudad estaba vacía. Las personas hacían la compra rápido, había pocos coches, no se cruzó con niños por las calles, y los parques eran lugares de paso para pasear al perro. "Volví a un mundo diferente, uno silenciado por el COVID-19. Mientras caminaba por Basalt, lo único que escuchaba era el eco de la colonia de pingüinos en mi cabeza".
"Como todos, en cuanto me establecí en Basalt, hice la cuarentena y la distancia social, hablando por FaceTiming con mi familia y amigos. Al final, con ellos charlé más sobre el pánico y el desconocimiento actual que sobre mi viaje". Le dio la sensación que qué iba a contarles sobre exploración y descubrimiento de un mundo nuevo cuando ellos, precisamente, estaban enfrentándose a una situación totalmente desconocida y, encima, en sus propios hogares. "Todos estábamos, a nuestra manera, explorando nuevos territorios y redescubriendo un sonido olvidado: silencio", concluye.
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