lunes, 20 de enero de 2020

ANTÁRTICA: ¿Tenemos derecho a estar aquí? por Eliane Brum

Pingüinos en la isla de Bombay, en Trinity Bay, en la Antártida.

Cada vez que salimos de nuestra casa flotante, tenemos que tomar una serie de precauciones de seguridad, tanto para nosotros como para los seres no humanos que viven en la Antártida

Eliane Brum

A bordo del Artic Sunrise
21 de enero de 2020

Y entonces vi ballenas. Y pingüinos. Y un elefante marino. Y sobreviví a ese exceso de luz. Escribiré sobre las ballenas más tarde. Tengo muchas ganas de escribir sobre ellas, pero todavía estoy intentando lidiar con su tamaño. Mientras el Arctic Sunrise navega hacia una isla llamada Paraíso, dejamos el barco en botes para investigar las islas más pequeñas que están en el camino. En breve podrán disponer de un mapa de la ruta y estos textos estarán en el mismo lugar, lo que facilitará la comprensión de la secuencia. Cada vez que salimos de nuestra casa flotante, tenemos que tomar una serie de precauciones de seguridad, tanto para nosotros como para los seres no humanos que viven en la Antártida durante todo el año o solo en verano. Tardo unos diez minutos en ponerme la ropa especial, que pesa unos cuatro kilos. Y todavía necesito ayuda para ponérmela. Me meto en este tipo de tienda, que recuerda un poco a los trajes de astronauta y va por encima de cuatro capas de ropa especial para el frío intenso. Y, después, me pongo encima un chaleco salvavidas que realmente salva vidas. Si me cayera al océano Antártico, algo que espero que nunca suceda, puedo sobrevivir dentro mi ropa durante unas horas sin mojarme. Antes de abandonar el barco, cepillamos nuestras botas, también especiales, con una solución que extermina cualquier germen u organismo vivo que pudiera estar en la suela. Y luego salto al bote con ayuda y, cerca de la playa, a otro bote más pequeño capaz de llegar a la orilla. Y ya está. Hemos llegado a un nuevo mundo.

Es una isla de pingüinos juanito. Se llama Bombay y está en la bahía Trinidad. El Arctic Sunrise y el Esperanza, dos barcos de Greenpeace, llevan científicos que investigan el efecto de la crisis climática y de la pesca depredadora de krill en las colonias de las diferentes especies de pingüinos que habitan en la Antártida. Los expertos en pingüinos viajan en el Esperanza. Yo y otro periodista que también cubre esta expedición viajamos con los especialistas en ballenas. Les contaré sobre la investigación de los pingüinos cuando me encuentre con los científicos, hacia el final del viaje, y en el reportaje que escribiré a mi regreso.

Mi primera sensación, al pisar esta isla, ha sido exactamente... el peso de pisar. Como la mayoría de nosotros entendemos que nuestra huella en el planeta debe disminuir —y mucho—, soy muy consciente de mis movimientos. Cuánta basura produzco, cómo puedo aprovechar las sobras orgánicas como abono para las plantas, cómo puedo reducir el material reciclable, aunque sea reciclable, cómo puedo reducir el uso de energía que destruye vidas cuando se produce y cambiar la eléctrica por solar, cómo viajar menos en avión para emitir menos carbono y cómo compensar los viajes, aunque no sea realmente posible compensarlos por completo, reforestando áreas degradadas, cómo viajar menos en coche y más en transporte público o transporte no contaminante, como bicicletas, cómo comer carne lo menos posible o no comer. Todo esto y más es nuestra huella en la Tierra, y estoy cada vez más obsesionada con la mía. Sin embargo, nunca había sentido mi huella de forma tan profunda como cuando he hundido mi bota esterilizada en esta isla.

¿Saben cuando entran en casa de otras personas sin pedir permiso? De hecho, ni ustedes ni yo lo sabemos, porque quien invade la casa de otra persona está cometiendo un delito, un consenso bastante universal en las diferentes culturas humanas que se extienden por todo el planeta. Así es cómo me siento al mirar a esos pingüinos maravillosos que miran al extraño ser que soy yo. Seguimos reglas estrictas: mantenernos al menos a cinco metros de los pingüinos y a diez de las focas y leones marinos, no tocarlos jamás, aunque se acerquen, no pisar los senderos que hacen en la nieve, una especie de carreteras por donde se mueven rápidamente (¡son una monada!), no pisar nada vivo porque cualquier vegetación tardaría mucho tiempo en recuperarse del ataque de las botas asesinas. Aun así, pisamos. Y ver mi huella en la nieve, en medio de la casa de los pingüinos, hace que me pregunte sin cesar si debería estar ahí, y qué nos daría derecho a estar ahí.

Intento no ser injusta con los conquistadores de la Antártida de los siglos pasados. Eran hombres —literalmente hombres— de su tiempo. Se enfrentaron a situaciones terribles para conocer lo desconocido. Muchos murieron en el intento. Otros se comieron las botas y a sus compañeros muertos para sobrevivir. De hecho, según los diarios, en lugar de hablar de las maravillas que veían, se pasaban casi todo el tiempo hablando de comida, porque se estaban realmente muriendo de hambre y necesitaban alimentarse de recuerdos para seguir caminando. Como hombres de su tiempo, su derecho a conquistar, así como la superioridad del ser humano sobre otros animales, era absoluto. El mundo era suyo. No de todos los humanos, sino de los que ganaban. En aquella época eran los ingleses, aunque Roald Amundsen ganara la carrera para plantar la bandera noruega en el polo sur el 14 de diciembre de 1911. Es una herida narcisística de la que los súbditos de la realeza británica aún no se han recuperado del todo.

Uno de los pingüinos.
Uno de los pingüinos. 







¿Tenemos derecho a estar aquí?


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